Islas Vírgenes de EEUU, las once mil vírgenes
Javier Yanes
(Publicado en 'Lunas de Miel' nº3, verano de 2002) En su segundo viaje, Cristóbal Colón, al mando de 17 navíos, arribó a una isla que los indios llamaban Ayay. El navegante la rebautizó como Santa Cruz, hoy St. Croix. El lugar estaba sembrado de islas montañosas, como cuentas de un collar desengarzado. Pero cuando uno es Cristóbal Colón, no puede pensar en trivialidades, así que echó mano de la antiquísima leyenda del martirio de Santa Úrsula y las once mil vírgenes de Colonia. Y el nuevo archipiélago ya tuvo nombre. Hay ciertos lugares donde lo último que esperas encontrar es a ti mismo. Lo que ocurre es que los contrastes son tan intensos y continuos en las Islas Vírgenes, que llega un momento en que te reflejas en un escaparate y ya no te sobresaltas. Mientras el ferry ronronea suavemente sobre las olas, las casas colgadas de las colinas de Charlotte Amalie se hacen más y más grandes, los tejados sumidos en la vegetación como pegatinas de colores colocadas por un niño sobre la alfombra persa de la abuela. Detrás de mi cabeza, dos orondas matronas negras charlan ruidosamente en algo que se asemeja al inglés, pero de lo que soy incapaz de distinguir ni una palabra. Lo mismo ocurre con las líneas que escribo sobre mi cuaderno de viajes. El movimiento del barco, con la sensualidad propia de esta parte del mundo, convierte mi escritura en una versión caligráfica del kamasutra. Hablaba de contrastes. Los paraísos terrenales siempre tienen un lado oscuro, la miseria que se oculta detrás de la línea de playa, donde el gobierno, o la naturaleza piadosa, suelen plantar una línea de cocoteros para no estropear la postal fotografiada desde el mar. Pero en las Islas Vírgenes de los Estados Unidos no ocurre esto. Aquí todo es perfecto, el fuerte Christian es el castillo de una Cenicienta normanda, hay más yates en la bahía que en la maqueta de un coleccionista, y las calles son limpias, coloridas, con el toque danés que trata el urbanismo como si fuera una bandeja de pasteles. Incluso las ruinas de las plantaciones de caña de azúcar parecen deliberadamente construidas. Sin embargo, algo no termina de encajar en la atmósfera local, y creo que se debe a la extrema impureza del espíritu colonial que reina aquí. Impuro, quiero decir, por la intrincada amalgama de culturas. Conociendo la historia de estas islas, es fácil comprenderlo. Colón fue el primer europeo en disfrutar de este paraíso, pero después fueron muchos los turistas: españoles, holandeses, ingleses, franceses, daneses e incluso los caballeros de la Orden de Malta. Durante un largo periodo, piratas, bucaneros y traficantes de esclavos instauraron aquí el país de Nunca Jamás. Finalmente fueron los daneses quienes se adueñaron de parte del territorio, y en los últimos siglos las islas fueron compradas y vendidas hasta caer en manos norteamericanas. Bien, eso explica el nivel de vida, la placidez, el carácter de las islas, a medio camino entre el refugio del guerrero y el parque temático. Pero la condición de territorio norteamericano no incorporado, cualquiera que sea el significado de esto, es probablemente la pieza clave del gran contraste. ¿O qué, si no, debo pensar ahora de las historias de piratas de mi niñez? Sobre la silla de Francis Drake, sobre los castillos de Barbanegra y Barbazul, ondean las barras y estrellas. ¿Es que no son más que personajes de Disney?