El viajero curtido

Javier Yanes


(Publicado aquí)

Conocí una vez a un escritor que presumía de haber dado la vuelta al mundo treinta y tres veces, es decir, exactamente una más que el infatigable Papa Juan Pablo II. Se jactaba de haberse fostiado con Hemingway en un tugurio de Pamplona, aunque considerando que Ernie se voló los sesos en el 61 y haciendo una cuenta elemental, como mucho pudo atizarle con el sonajero o vomitarle los potitos encima.

Del mismo modo que Valle-Inclán fabricó aquella confesión vital al narrar cómo había liquidado a un tipo, Sir Roberto Yones, a bordo de la fragata La Dalila que lo llevaba a México, mi amigo se subía al caballo del esperpento cuando aseguraba haber llegado cabalgando sobre un tapir albino a la aldea de los indios cahuayapis, que él –y ningún otro estudio etnográfico jamás escrito- había localizado en la alta Amazonia ecuatoriana. De acuerdo a su relato, el extraño animal le fue ofrendado por la joven y bella hija de un acaudalado maderero que se rindió a su porte de Hernán Cortés –quien, dicho sea de paso, nunca estuvo en el Amazonas y parece que era más bien bajito y desdentado-. Tras haber entregado a la rica heredera una prenda de su fe de caballero –una cruz de alabastro y amatistas que le había regalado el patriarca latino de Jerusalén por su contribución decisiva a desbaratar la alianza entre el Gran Mufti y Adolfo Hitler, siempre según su versión-, se internó en la selva hasta descubrir el ignoto poblado de los cahuayapis, donde fue recibido con una desconfianza inicial que dio paso después a una prosternada adoración y finalmente al nombramiento de Gran Ocelote. Convivió con los indígenas durante nueve meses y puso pies en polvorosa antes de que la hija del jefe diera a luz, por si las moscas. El nacimiento, no obstante, fue acogido como prodigio divino y desde aquel día los cahuayapis adoran una efigie suya erigida con miga de pan y compactada con saliva de ocelote. Siempre, insisto, según su versión.

En su viaje de vuelta desposó a la hija del maderero, recibiendo como dote la provincia ecuatoriana de Napo, una biblia escrita en quechua por Francisco de Orellana y un castillo en Baviera que el cacique le había arrebatado en una partida de póker al director de cine alemán Werner Herzog, que pasó por allí con ocasión del rodaje de “Aguirre, la cólera de Dios”. La infortunada heredera murió de pleuresía a los dos meses, tras lo cual mi amigo decidió viajar al África y remontar el Congo a nado, lo que le inspiró para recomendar a Francis Ford Coppola que rodara una versión modernizada de “El corazón de las Tinieblas” de Conrad, lo que más tarde daría como resultado el guión de “Apocalypse now”.

Durante aquellos largos viajes, mi amigo cargaba con un voluminoso baúl embutido con lo más granado de la literatura universal –incluso nadando Congo arriba-, que utilizaba como materia prima para ilustrar sus escritos con una constelación de citas y aforismos. De hecho llegó a gastar una compulsiva costumbre, más bien manía, de sembrar toda su obra con aquellas citas, trufándola de tal suerte que quedaban pocas letras juntadas por él mismo, hasta que el texto acababa reventando en heridas que borboteaban una sarta de escritores clásicos y modernos, desde el Siglo de Oro a la Generación Beat pasando por todas las fuentes, manantiales, chorrillos y hasta chorradas del Pensamiento Universal. Tal era su obsesión enfermiza por las referencias literarias y filosóficas que, incluso cuando alguien le daba los buenos días, según su estado de ánimo él se transmutaba en Alberti, y con voz arrastrada y onerosa replicaba: “séee, la tristeeeza, de los bueeenos díiias...”, o bien se reencarnaba en un Lorca tintineante y remataba un “¡buenos los tenga la hermosa muchacha!”.

Con el tiempo y con el agravamiento de su dolencia, mi amigo comenzó a inventarse las citas cuando no tenía una a mano que pudiera servir a su propósito, y así, escogiendo siempre a aquellos autores que mejor reflejaban su imagen de hombre ilustrado, especiaba una conversación sacando del bolsillo un Bergamín de un rojo desvaído, un Borges sin bifurcar o un Rimbaud animadete. Descubrió entonces que nadie se atrevía a poner en duda la autenticidad de sus citas, pues quien lo hiciera correría el riesgo de parecer menos ilustrado que él. Poco a poco fue elevando su osadía hasta llegar a inventar a los autores de sus citas. En cierto modo esto suponía una concesión a la rectitud moral, ya que si el autor era ficticio, la veracidad de la cita no podía ser puesta en duda. “Como dijo Arcadón de Samos, la mujer que se equivoca nunca suele ser la mujer equivocada”. “Ya decía el gran La Monte-Berais que el número más adecuado de pintores surrealistas para decorar una pared es... una trompeta con escamas”.

En los últimos años de su existencia, su patología se exacerbó hasta extremos inimaginables. En sus conversaciones introducía dos nuevos mecanismos que daban una vuelta de tuerca a sus crisis. Por un lado, inventó las “metacitas”, que eran aquellas en las que citaba lo que un personaje falso había opinado de las supuestas palabras de otra figura igualmente imaginaria. Por ejemplo, “el marqués de Lampedeux siempre criticó la zafiedad de las metáforas de Jean-Claude Delasalle, como cuando éste sugería que las costas de su Bretaña natal eran como los volantes en las enaguas de una mujer: un material cotidiano, plegado en frunces inaccesibles y abrazando un océano oscuro y desconocido”. Por otra parte, mi amigo decidió atribuir citas a sus propios conocidos del mundillo literario. Así, hablaba con un reputado escritor, cuyo nombre omito, y le manifestaba, “como tú escribiste una vez, el honor es como su hache, no se menciona pero se supone que está”. El escritor quedaba por un instante patitieso, pero de inmediato asentía con una breve risotada y en adelante esgrimía la frase como de propia cosecha en todas sus entrevistas, tertulias y saraos.

Poco antes de morir, ya presa de violentos espasmos de insoportable verborrea viajera, mi amigo llegó a publicar un libro en el que citaba el texto completo de La Regenta, comenzando con “decía Clarín:”. Sin duda fue su obra suprema, además de la ocasión en que consiguió que una edición de la Biblia incorporase la aparición de Pánfilo, un escultor griego de desnudos a quien, según había documentado San Pío X en sus escritos, Jesús había curado de priapismo. El error fue descubierto y eliminado, pero hoy aquellos ejemplares valen millones.

Mi amigo se suicidó en el cuartucho de una pensión en la isla de Calipso y dejó escrita una nota: “no estoy seguro de si esto realmente lo he escrito yo. Mi vida ha terminado. Me queda la duda de quién morirá cuando dispare”. Infeliz. Por respeto a su memoria he decidido no revelar su nombre aquí. Pero si quieren leer algo suyo, no les resultará difícil encontrar sus obras. Por la naturaleza del padecimiento que le llevó a la tumba, sus trabajos solían comenzar así: “conocí una vez a un escritor...”.