30 días en la sabana
Javier Yanes
(Publicado en 'Lunas de Miel' nº6, primavera de 2003) Sobre el cielo de Nairobi siempre zascandilea un pelotón de nubes panzudas, de las que los pintores venecianos del XVII llamaban “heroicas”. Aunque éstas no lo son. Sus sombras desfilan sobre rascacielos cristalinos, pero las murallas de espejo de este castillo son como las fachadas de las iglesias italianas, puro atrezzo. El ostentoso skyline da lustre a los folletos en los que las fotos siempre son aéreas, para que no se vean las imperfecciones de la piel de la calle. La peca, el lunar, la espinilla, la pústula. En fin, la mierda. Cuando no te deslumbra el resplandor de la “ciudad bajo el sol”, las sombras de las nubes revelan los detalles sórdidos. Los niños esnifan pegamento y amenazan con bolas de excremento humano a los conductores de lujosos todo-terreno que dejan caer unos shillings por la ventanilla. La mayoría de los adultos no tiene otra ocupación que sacar brillo a la acera con sus suelas rotas. Muchos acaban cruzando el límite del bien para unirse a la práctica del deporte más popular de Nairobbery, el asalto a punta de machete o panga. Afuera, los poblados o slums crecen sin control, ni higiene, ni esperanza, como Kibera, el agujero negro más grande de Africa donde se apila casi un millón de supervivientes. Nairobi es un pobre heraldo de las maravillas de Kenia, una olla a presión cuya válvula deseas encontrar en cuanto pones el pie en ella. Pero aún tenemos tareas aquí antes de enfilar nuestra válvula de escape. En Rasul’s recogemos nuestro coche, un prehistórico Mitsubishi Pajero, que en España se llama Montero por un quítame allá esas pajas. Nos aprovisionamos en el supermercado Nakumatt de Kenyatta Avenue, donde nos dispensan un trato real que, tristemente, sólo se ofrece a los que nos tostamos al sol. Nos hacemos con algunos mapas en la librería Stanley, antes Nation. Reposamos en el Thorn Tree Café del Hotel Stanley, en cuya acacia los antiguos viajeros pinchaban sus notas en busca de compañeros de safari. De camino a la casa-museo de Karen Blixen, una narcosala para adictos a Africa, tomamos una cerveza Tusker en el Serena y paramos a comer en The Horseman, un cottage de falso estilo Tudor de los que abundan tanto aquí que acaban pasando por arquitectura autóctona. La tarde transcurre entre tráfico infernal y lluvia feroz. Qué lejos queda el sol de la ciudad bajo el sol. La cena en The Carnivore es el fin del prólogo, el baile de debutantes, donde comienza la aventura. Para Mari Carmen, MC, es su primer safari. Ana y yo la guiamos por la procelosa jungla de su plato, eso es un eland, aquello un cocodrilo. Sus primeros animales vivos aparecerán al día siguiente, de camino a Masai Mara. Con nuestro GPS adosado al tablero de mandos del Pajero, comenzamos nuestro safari. La carretera de Nairobi a Masai Mara empieza contoneándose sobre las curvas del altiplano para después colgarse del borde de la escarpadura Kikuyu donde el abismo se abre en el valle de Kedong. Es el Rift, la gran falla, una cicatriz que recorre el planeta desde Palestina a Mozambique. En mis primeros viajes a Kenia, este era el lugar en que me decía a mí mismo, “bien, ya estamos aquí de nuevo”, me sentaba con los pies colgando sobre el vacío y expulsaba la respiración contenida en Nairobi. Ahora, frente a este panorama grandioso me gusta sentirme el gurú que inicia a otros en este extraño culto a Africa. Me divierte estudiar la reacción de los que descubren por primera vez este paisaje de cielos inmensos. Estudiando sus expresiones se podría repasar el inventario entero de los músculos de la cara. Ana y yo nos miramos. MC se queda sin habla. No así los mercaderes de los chiringuitos, que despliegan su arsenal de cachivaches y de artes comerciales, sin éxito. El viaje iniciático continúa con la bajada al valle de Kedong, normalmente el primer contacto con el calor, el polvo, ese arbusto que llaman leleshwa y tanto gusta a los rinocerontes negros, las acacias de puñales acerados y las aldeas Maasai. Los animales llegan poco después, en las llanuras de Loita, la zona de dispersión para la fauna del río Mara. Entre las praderas agostadas y las lejanas colinas aparecen las primeras jirafas, de la raza Maasai, moviéndose despacio y en formación disciplinada como las máquinas de guerra marcianas de H. G. Wells. Sus cuellos parecen agujas de brújula indicando el camino a nuestro primer destino, la reserva de Masai Mara, donde pasaremos los tres próximos días. En la entrada compro los billetes mientras Ana y MC reciben a porta gayola a las vendedoras Maasai, enjutas y curtidas como chupa de cuero de Joey Ramone. Conozco a un piloto de globos que vuela sobre Masai Mara. De hecho, había sido nuestra intención acercarnos a volar con él, pero por motivos que no vienen al caso tuvo que abandonar el país poco antes de nuestra visita. Por suerte, no sin antes dirigirme a otro aeronauta amigo suyo. Así pues, nuestras ruedas giran hacia el Fig Tree Camp, en la frontera norte de la reserva, a la orilla del Talek, afluente del Mara. De camino paramos a comer y descubrimos que nuestro bidón de gasolina tiene una fuga. Como es lógico, el derrame no se ha vertido sobre grasientos utensilios mecánicos, sino sobre una parte esencial de nuestras provisiones, incluyendo todo nuestro pan, aunque fuera de molde, y todo nuestro jamón, aunque fuera cocido. Presas de la necesidad mordisqueamos el jamón, pero el octanaje añadido al que ya lleva de fábrica es insoportable. A buena hora nos presentamos en el Fig Tree, un remanso de agasajos, como son todos los hoteles de safari que aquí llaman lodges. Pero nuestro horóscopo para hoy no pronosticaba una cama. Milton Kirkman, el piloto de globos que resulta ser un neozelandés muy afable, nos indica un sitio de acampada a tiro de piedra del Fig Tree. Venciendo una pendiente de 45º con nuestro Pajero, vadeamos el río Talek sorteando un rebaño de vacas Maasai y tomamos posesión de nuestro castillo. Milton se despide con la promesa de hacernos un hueco para volar en días sucesivos y montamos el campamento. Un tejadillo para proteger la tienda, un hogar para hacer fuego y un taburete de plástico a modo de letrina. ¿Qué más se puede pedir? Atardece en Masai Mara. El aire se pinta de rojo y el coro de murmullos nocturnos comienza a afinar sus voces. En los parques y reservas está prohibido recoger leña, pero el río Talek marca el límite y aquí estamos fuera. Hacemos acopio de ramas secas y encendemos un fuego que calentará el campamento y mantendrá a los animales alejados mientras cenamos. Cocinamos un sabroso revuelto de salchichas sin pan que antes de pasar a nuestro gaznate se reboza con la arena del suelo. No nos importa, hasta le da un cierto regusto a berberechos. Rematamos la velada con un trago de whisky Dyc, que para Ana y para mí se ha convertido en compañero inseparable de safaris. La noche transcurre inquieta. El coro de fauna nocturna ha decidido interpretar Carmina Burana y nos cuesta conciliar el sueño. Pero como decía el sargento que instruyó a mi padre en la mili, todo cuerpo puede caer por dos motivos, bien por la gravedad o bien por su propio peso. Y por una razón u otra terminamos por sumirnos en un profundo sueño, sólo interrumpido por la voz solista de MC que en un delirio onírico se arranca con la famosa tonadilla “Ángel me ha prestado su saco”. La gran migración del ecosistema Serengeti-Mara es un fenómeno natural único en el mundo. Siguiendo una marcha cíclica determinada por las lluvias y los pastos, un millón y medio de ñus, acompañados de casi otro millón de cebras, gacelas de Thomson y jirafas, recorren las anchas llanuras del Serengeti, en el norte de Tanzania, para recalar en Masai Mara en el mes de julio. En el presente mes de octubre estos rebaños de Dios, término que he acuñado sin ningún éxito hasta la fecha, aún se alimentan en las praderas frescas y ricas en sales de Masai Mara. Nuestro primer recorrido discurre entre un mar de herbívoros que hormiguea en el sector occidental de la reserva, partida en dos por las aguas chocolateadas del río Mara que fluye a medio gas hacia la frontera tanzana. En sus playas, una orgía nudista de hipopótamos luce su muestrario de carnes. A poca distancia, las bocas de serrucho de los cocodrilos esperan pacientemente a que los peones de la sabana, los ñus, caigan en su casilla. El ajedrez de la llanura se mueve despacio, sin la tensión fabricada de los documentales. Cada jugada dura horas y rara vez alguien se come a alguien. Pero en Masai Mara el rey y la reina nunca andan lejos. Esta es la reserva de Kenia con mayor densidad de leones, aunque encontrarlos requiere paciencia y mucha gimnasia ocular. Hoy nuestro esfuerzo obtiene recompensa cuando volvemos de camino hacia el Fig Tree, junto al río Talek. Tres hembras descansan entre los arbustos haciendo lo que hacen los leones la mayor parte de su tiempo, lo que la clase política llamaría “objetivar problemáticas”, “priorizar alternativas de progreso” y “consensuar sensibilidades”, en otras palabras, nada. Ni siquiera se dignan a posar con decencia. Su reacción suele ser ignorarnos, a veces girándose, me temo que no tanto por retirar su rostro con recato, sino por enseñarnos el culo con descoco. Por fin aparece otra pieza en el tablero: una jirafa despistada luce su glamour sin sospechar que alguien quiere rematar, nunca mejor dicho, su modelazo de Givenchy con una gargantilla de marfil muy apretada. Una de las leonas se dispone al acecho con los muelles de sus músculos prensados hasta el punto de estallar. Durante el último segundo previo al salto, mi dedo se congela sobre el disparador de cable de la cámara, a pesar de que no tengo ángulo. De repente la escena explota. La leona se dispara sobre su blanco y la jirafa da un respingo. La tensión se disipa en un instante. La vedette recupera su compostura y huye sin correrse el rímel, el felino corre con desgana y mi dedo permanece congelado. La leona ha perdido. El factor sorpresa se ha esfumado y con las cartas sobre la mesa todos los animales son más rápidos que el león. Otra vez será. Por la noche, en el campamento, recibimos la visita de Milton quien nos obsequia con un hatillo de leña que ha recogido por el camino. Sólo podemos ofrecerle un vaso de whisky segoviano, que rechaza a pesar de no conocer la marca. Trae una sorpresa para nosotros: volaremos a la mañana siguiente. De safari es menester levantarse muy temprano, pero en este caso el madrugón será mayor. El globo debe despegar antes del alba para aprovechar la calma y el frescor matinal, ya que para elevarse se calienta el aire del interior de la lona a una temperatura superior a la del ambiente. Así, el amanecer nos encuentra suspendidos entre un balón de colores y una llanura que cambia de color y que desde aquí nos parece más inmóvil que nunca. “No saber hacia dónde te llevará el viento cada día es uno de los alicientes”, nos confiesa Milton mientras cenamos esa noche en el Fig Tree. “Nunca sabes qué animales vas a encontrar ni dónde aterrizarás”. Dice haber encontrado el paraíso, seis meses volando en globo en Africa y otros seis saltando desde un avión en Australia. Este hijo del viento nos regala esa noche un pedazo de su pequeño paraíso, una confortable cabaña con tres camas y un baño con todo lo que uno espera encontrar en él. Con sincero agradecimiento y contenido entusiasmo aceptamos la hospitalidad maorí del kiwi de la franca sonrisa. El encuentro con Milton ha corroborado una de mis teorías inútiles, que en lugares excepcionales sueles encontrar gente excepcional. De vuelta a la espina dorsal del Rift acampamos al pie de la cascada de Makalia, un pequeño río que muere en el lago Nakuru. La orilla de esta lámina de agua salada es un ribete rosáceo de millares de flamencos a sólo cuatro kilómetros de una ciudad atestada. Sobre la arena de la ribera se desarrolla una tragedia. Una de estas aves agoniza ante nuestros ojos mientras un siniestro marabú, la cigüeña que si entregara un bebé sería el Anticristo, le picotea las entrañas arrancando jirones de sangre viscosa. Un rinoceronte blanco se pasea de puntillas por la platea sin prestar atención a la macabra escena. Saturados de gore ascendemos al mirador del acantilado de los babuinos para observar el gran teatro desde el asiento de palco. Al coronar la cresta rocosa y en un momento de descuido, un mono talludo y mal encarado se cuela por la ventanilla del Pajero. Y mucho nos tememos que no es el aparcacoches. En este lugar, la mala costumbre de los turistas de alimentar a los babuinos los ha convertido en auténticos macarras. Atacan sin miramiento y no se amedrentan ante nuestra presunta superioridad como especie. Claro que un tipo que da de comer a un monstruo que puede matarlo de un mordisco, o es el cuidador o es un tarugo, y en ambos casos el animal se sabe en posesión del mando. Pero olvidemos esta arriesgada deriva darwiniana con referencias al Anís del Mono y los crímenes de la calle Morgue, y volvamos al tenso drama que palpita arriba en el palco. Ana, aún dentro del coche, comienza a recitar un monólogo, “¡el cabrón del mono!, ¡el cabrón del mono!”, mientras el facineroso revuelve y olisquea nerviosamente nuestras provisiones, el equipo fotográfico y quién sabe cuántas cosas más. Nuestros intentos de ahuyentarlo son en vano. El bellaco agarra la bolsa que contiene toda nuestra comida y trata de salir por piernas y por brazos, pero Ana tira de la otra asa y el plástico se rasga. Por fin asustado y sorprendido ante el genio de Ana, reacción que ya he observado en otros casos, el mono se siente desorientado y agita alocadamente manos y dientes para aferrar un botín pírrico antes de hacer mutis. Resultado, el gamberro se ha incautado de una bolsa de magdalenas y un paquete de galletas María, además de una bolsa de té para mojarlas y un rollo de papel de aluminio para envolver lo que le sobre. De haberlo sabido le traemos una revista de crucigramas. Desde Nakuru tomamos la ruta que nos conduce a las montañas, a la cordillera de Aberdares. La carretera que da acceso al parque nacional serpentea a más de 3.000 metros de altura revelando rincones de cuento de hadas, páramos desnudos donde vuelan espectros de niebla, empalizadas impenetrables de bosques de bambú, centenarios árboles con ramas retorcidas tapizadas de líquenes blancos como barbas de Ent, cascadas que bañan suelos de musgo de un verde fosforescente y rocían de perlas las flores rojas del aloe. Nosotros somos apenas los únicos habitantes humanos del parque, que pertenece a animales míticos como carnívoros de piel de carbón y ojos de fuego, pájaros que chillan como bebés y cuyo plumaje proyecta todos los colores del arco iris, titánicas bestias que arrancan los árboles de cuajo o monstruosas ratas grandes como perros. En otras palabras, servales negros, turacos de Hartlaub, elefantes y... bueno, monstruosas ratas grandes como perros. El hecho es que una criatura tal pasea su metro y medio de cuerpo peludo ante mis ojos junto a nuestra cabaña en el Tusk Camp, un refugio construido por el ejército británico en 1993. Ante la curiosidad inquisidora de Ana y MC sobre el animal que me ha dado las buenas noches, rebusco en mis guías de mamíferos esperando identificar algo como “perrillo de las montañas”, o bien “hámster Goliath”, o quizá “roedor de los páramos de Fulano”. Pero el dibujo no ofrece dudas: Cricetomys gambianus, o “rata gigante”. Por suerte puedo tranquilizarlas: es vegetariana, dócil e incluso hay quien la domestica. Hasta se come. Y si seguimos entregando nuestras provisiones a la gasolina o a los animales, pronto nos veremos obligados a comprobarlo. Un ancho valle separa los Aberdares del Monte Kenia. Ambos macizos se miran cara a cara como retándose a un duelo de colosos. Pero el único que supera los 5.000 metros, el de los hielos perpetuos, el que se anota más víctimas en el mundo por mal de altura, es el Monte Kenia. En esta ocasión no podremos coronar una de sus cumbres, pues el exceso de equipaje nos obligó a dejar el material de montaña en Amsterdam. Así que caminamos 8 kilómetros y acampamos en un claro francamente agradable: lluvia incesante, frío pelón, humedad no relativa sino absoluta, moscas tsetsé, turacos que chillan como fans de Chayanne y un ejército de hormigas siafu, de esas a las que los colonos dejaban un loro dentro de su jaula para encontrar al día siguiente el esqueleto del infeliz tieso sobre su percha. Ana y yo ya hemos sido antes testigos de su voracidad, pero en este caso MC es la víctima elegida y debe escoger entre desnudarse o ser repatriada en forma de xilófono. Para recuperarnos del frío y la severidad de la montaña descansamos al día siguiente en el rancho El Karama, en las Tierras Altas ganaderas de Laikipia. Guy Grant, el propietario, nació en Kenia en 1928, hijo de un soldado de los King’s African Rifles que murió bajo la lanza de un guerrero Maasai tras una discusión por un toro semental que acabó peor que la canción del Fari. Junto al río Ewaso Ngiro charlamos, leemos, ojeamos los libros y dibujos de la señora Grant y cenamos plácidamente con un tinto reserva 1997 del Marqués de Riscal, agüita del Santo Grial. Siguiendo el curso del Ewaso Ngiro nos topamos con la reserva natural de Samburu, la región que en tiempos de cazadores llamaban la Frontera Norte. Aún queda medio país más allá de estos parajes, pero a partir de aquí la sabana muere en un desierto de espino seco y los shiftas, bandidos somalíes, imponen su ley. En Samburu disfrutamos de los leopardos y de un sorbo de comodidad y otro de cerveza en el Serena Lodge, donde aprovecho la ocasión para organizar una felicitación de aniversario de boda para Ana al estilo de Kenia: camareros cantando “Jambo, Bwana” –“Hola, Señor”, y el resto de la letra no es mucho más profundo-, una cancioncilla que odias tanto cuando estás en Kenia como la echas de menos cuando te marchas. Al abandonar la reserva damos transporte a la hermana y al cuñado del chico Samburu que nos ha lavado el coche. En esta zona depauperada e inhóspita es habitual ofrecer el espacio sobrante de tu vehículo. Los rangers, o guardas de los parques, no suelen tener otro medio de desplazarse. Y aunque pienses que ya vas lleno siempre cabe uno más. En el pueblo de Meru, mientras fotografiamos los flamboyanes y las jacarandas en flor, somos abordados por cuatro estudiantes de la Escuela Técnica con ganas de charla. “Dicen que Samburu es bonito, la mayoría de nosotros no ha estado nunca allí. Pero si tenemos nuevo gobierno, las cosas cambiarán”. Según una reciente encuesta de Gallup, los kenianos son el pueblo más optimista del planeta. Al fin hay cambio en el poder tras las últimas elecciones, pero 80 kilómetros pueden seguir siendo insalvables según para quién. Algunos siempre los tienen cuesta arriba, ya los recorran en un sentido o en el contrario. Y eso, difícilmente lo arreglará el próximo gobierno. En el parque nacional de Meru disfrutamos de la soledad de los espacios que aún no han sido colonizados por el turismo. Hasta hace pocos años, Meru era territorio de furtivos y uno de los frentes donde se libraron sangrientas batallas entre bandidos y rangers. Aquellas Wildlife Wars, como las bautizó el ilustre científico y ex-director del servicio de parques Richard Leakey, costaron muchas vidas, incluidas las de varios turistas que habían desoído las recomendaciones de no adentrarse en zonas inseguras. El furtivismo sigue siendo un problema, pero al menos Meru ha recobrado la paz para animales y humanos. Por si las moscas nos mantenemos dentro de la llamada “área desarrollada”. Claro que no todos los peligros vienen de fuera. Una noche, mientras descansamos junto a nuestra cabaña, MC vierte gasolina tratando de reavivar unas brasas. Al contacto con el combustible, una enorme llama salta desde el hogar hasta la botella que sostiene en su mano y a punto está de costarnos un serio disgusto a cientos de kilómetros de cualquier asistencia sanitaria que pueda considerarse sanitaria. Entre gritos, reproches y llantos, algún par de ojos entre los arbustos nos observa: “están locos estos humanos”. MC nos abandona. Su primer safari ha colmado sus expectativas y será alimento para su memoria durante el monótono invierno madrileño. A Ana y a mí aún nos quedan leguas por recorrer, pero antes cambiamos el Pajero por un pequeño Suzuki Sierra. Regresamos a los lagos del Rift; Naivasha, el parque nacional de Hell’s Gate y Bogoria con sus diabólicas fuentes “sul-furiosas”. Nuestro rumbo norte toca puerto en el sofocante lago Baringo, donde nuestra misión es entregar un presente. Se trata de una muñeca para Chemandazi, una niñita de un poblado cercano que fue gravemente mordida hace unos meses por una cobra escupidora de cuello negro. Un amigo alemán se encontraba colaborando en un proyecto y fue testigo de los rudimentarios pero eficaces primeros auxilios que salvaron la vida de la pequeña. Invertimos la marcha y aproamos a la costa surcando Amboseli y el Tsavo, de fama gótica por sus episodios de leones comehombres que para los peones indios del ferrocarril eran ánimas reencarnadas de demonios nativos. Y colorín colorado, finiquitamos bajo palio de palmeras en Mombasa, aún ajena a convulsiones terroristas. Cada safari es una historia con muchas otras dentro para llenar mil y dos noches. Las historias que ocurren cada día, las que hemos leído en los relatos de los antiguos exploradores y cazadores, las que escuchamos de otros viajeros, las que inventamos y las que soñamos. Quizá por ser Africa el terruño de nuestros tatarancestros y sin tenerles en cuenta lo del mono, nos sentimos empujados a buscar algo aquí aunque no sepamos con certeza qué se supone que debemos buscar. No importa, lo que cuenta es la propia búsqueda, no lo que se encuentra. Ya lo dijo Kavafis, cuando emprendas el viaje hacia Ítaca, ruega que tu camino sea largo.