¿Pero qué hago yo aquí?
Javier Yanes
(Publicado en 'Viajando en primera' nº10, julio-agosto de 2004) La frase que todo viajero espera no llegar nunca a pronunciar puede ser consecuencia de la elección equivocada de una guía de viajes con cuyo autor, de haberlo conocido por casualidad, nunca hubiéramos querido compartir ni un asiento de avión; mucho menos que su criterio condicionase nuestro viaje. La guía de viajes es el manual de uso de nuestras vacaciones. Un motivo suficiente para saber con quién andamos. Chesterton preparaba las maletas para un viaje en su apartamento de Battersea, Londres, cuando recibió la visita inesperada de un amigo. A la pregunta de a dónde partía, contestó con su improvisada premeditación que se marchaba a Battersea, Londres; a Battersea vía París, Belfort, Heidelberg y Francfort. A su desconcertado amigo le explicó que quería descubrir una isla de verdes colinas y grandes acantilados blancos llamada Inglaterra –que los viajeros escoceses, según el propio Chesterton, llamaban Gran Bretaña– y, dentro de ella, un hermoso lugar llamado Battersea. Desde su casa, decía, no podía ver Battersea, ni tan siquiera Londres o Inglaterra, ni su propia puerta ni su silla, porque una nube de sueño y costumbre cegaba sus ojos. Ése era para él el verdadero objetivo del viaje y el placer de las vacaciones: poner el pie no en una tierra extranjera, sino en el propio país como en una tierra extranjera. Terminaba el discurso aconsejando a su amigo que no pronunciara la palabra “paradoja” si no quería que le arrojara una pesada maleta Gladstone a la cabeza. A todo viajero la anécdota de Chesterton le puede traer a la memoria un número de ocasiones en las que hemos sorprendido a compatriotas, por ejemplo nosotros mismos, en tierra extraña y acariciando como un tesoro la dulce memoria de un pincho de tortilla con su cebollita o el glorioso recuerdo redivivo de una ración de churros crujientes, que nunca se aprecian tanto cuando están a mano. A causa, o quizá a pesar de la fuerza de la costumbre, pocos viajeros o turistas –taxonomías aparte– lo son en su propia ciudad, capaces de devorar con ojos ávidos cada callejuela, museo, templete o parque como lo hacen en Ulan Bator, ni conversar con cada paisano que se cruzan por la calle como lo hacen con los que se topan en Mongolia o con los propios mongoles perplejos –el paciente inglés de Ondatjee preguntaba a su enfermera, tras su encuentro con un compatriota, si cuando paseaba por Montreal saludaba tan efusivamente a todos los conciudadanos que se cruzaba–. Decía Benjamín Ojeda que mirar una guía de viajes de la ciudad de uno mismo, para comprobar si la representa fiel y dignamente, es la mejor manera de valorar si esa colección nos va o no. En la práctica, muchos no visitan el museo de la esquina porque pueden hacerlo en cualquier momento, lo que significa que nunca lo harán. No es cinismo: ¿cuántos madrileños conocen el casco histórico de Alcalá de Henares, Patrimonio de la Humanidad? ¿Cuántos sevillanos las ruinas de Itálica? Chesterton pensaba que la única manera de disipar esa nube es dejar que el polvo de nuestras pisadas se asiente y mirar después. O sea, viajar a Alcalá de Henares vía Ulan Bator. Si ni siquiera nuestra propia ciudad nos sirve de referencia, ¿cómo acertar con una guía de viajes? Quizá una clave consiste precisamente en aplicar el método de Chesterton y conocer lo que pisamos antes de pisar lo que no conocemos. Entonces nos daremos cuenta de que la guía de viajes es un instrumento potente para el viajero. ¿O para el turista? Javier Reverte decía, recogiendo una noción clásica, que el viajero sólo lleva billete de ida, una versión de la misma idea que mencionaba Paul Bowles en 'El cielo protector': el turista está pensando en regresar a casa desde que llega, mientras que el viajero podría no regresar nunca. Hay quien opina que las guías de viajes son sólo para turistas, que el auténtico viajero, si esta especie existe, sólo lleva un mapa y un buen libro. Pero también hay quien tiende a evaluar el encefalograma cultural de sus semejantes por la cantidad y calidad de guías de viajes que se amontonan en su biblioteca. El argumento es sencillo, si asumimos como premisa que el viaje es cultura: muchos compraron, sobre todo en el boom enciclopédico de los 70, las 'Vidas paralelas' con el único propósito de que el lomo conjuntara con el de 'Teresa Raquin', y viceversa. Por el contrario, ¿quién compraría una guía de Saskatchewan sin intención de viajar allá, incluso de llegar a hojearla en algún momento? Está por demostrar que el turista de paquete, es decir, el que compra paquetes y viaja como paquete, sea un fuerte consumidor de guías de viajes, salvo las cápsulas de supervivencia básica, el 'fast food' de las guías de viaje, que ocasionalmente regalan las propias agencias junto con la gorra, el pin y la camiseta, y que cuentan qué adaptador hace falta para enchufar el cargador del celular, dónde se pueden comprar souvenirs para poner encima de la tele, qué se chamulla allí y cuándo se come. Lo de viajar con un mapa y un libro sin billete de vuelta es, en la era de las cuatro semanas de vacaciones pagadas y algún moscoso desesperado, una entelequia insoportable. La guía ayuda a consumir un país en pocos días como se consumen las pilas de la cámara, sin necesidad de aprender a mimetizarse con el aborigen como hizo Sir Richard Burton para convertirse en el primer peregrino occidental en la Kaaba de La Meca. La guía es un bolo alimenticio previamente rumiado por quien tiene que digerir el país entero, lo que sólo puede hacer alguien cuyo estómago se alimenta de eso: el viajero profesional, una especie envidiada por todos excepto aquellos que conocen su salario –según el escritor de guías Ed Readicker-Henderson, “poco menos de lo que gana el que limpia la freidora en McDonald’s”–. La guía de viajes no es un invento moderno. Su desarrollo ha ido en paralelo al del turismo, una palabra mucho más reciente que el concepto que representa. Cuando no había internet, ni televisión, ni siquiera, pásmense, letra impresa, el historiador estaba obligado a moverse de la poltrona para trazar la línea de puntos que une las huellas del pasado hasta donde desaparece el suelo bajo los pies. Al menos en parte, debemos la existencia del viaje y de las guías a la curiosidad del hombre por saber cómo hemos llegado a esto, sea lo que sea “esto”. De un viaje salían unas anotaciones, y de ellas un puñado de pistas para los que después emprendían la misma senda. Dicen que la primera guía de viajes de la historia la escribió Pausanias, un griego nacido en Lidia en el siglo II de la era cristiana que recorrió Grecia, Asia Menor y Oriente Próximo. Los diez volúmenes de su 'Periegesis Hellados' ('Descripción de Grecia') contienen extensas descripciones de templos y esculturas que sirven de ladrillos para reconstruir la historia del arte antiguo, de lo que arrasaron aquellos tipos que pensaban que su nombre perduraría más que la memoria de cuatro piedras, pero cuyo nombre hoy nadie recuerda. Las notas de Pausanias sobre cada ciudad comenzaban con referencias históricas y aportaban comentarios sobre la vida cotidiana y cultural, como lo hace cualquier guía de las de ahora. Algunos siglos después, en el XII y el XIII, el 'Codex Calixtinus' o 'Liber Sancti Iacobi' del Papa Calixto II, publicado en 1139 y atribuido al clérigo de Poitou Aymeric Picaud, instruía a los peregrinos del camino de Santiago sobre los vecindarios peligrosos o sobre dónde la comida era buena o mala, un descubrimiento del viaje gastronómico que disfrutaron los frailes mendicantes del medievo con el pasaporte que más puertas abría entonces, el de la pobreza. El viaje no se quitó el disfraz de obligación religiosa hasta el siglo XVIII, cuando las familias británicas adineradas decidieron adoptar y expandir la costumbre real del veraneo que inauguró el rey Jorge III, quien solía retirarse a la costa de Weymouth con fines medicinales, y darle además cuerpo cultural. Así nació el Grand Tour, que rápidamente blasonó el itinerario educativo de todo joven aristócrata ocioso y que normalmente consistía en seguir sin hacer nada, pero fuera de casa: un larguísimo viaje al corazón de Europa y sobre todo a las cunas del arte clásico, Italia y Grecia, lo que sería el mástil de la pasión victoriana por el neoclasicismo –y dicho sea de paso, de la pasión victoriana por la recolección de antigüedades, vulgo rapiña, que pobló los anaqueles de los museos británicos–. La mayoría de artistas británicos de aquellos días realizó el Grand Tour y los poetas románticos, como Lord Byron, William Blake o Percival Shelley, extendieron sus ambulacros a la contemplación creativa, o al disfrute morboso, de paisajes dramáticos, cementerios en ruinas y escenarios de sangrientas batallas o leyendas espectrales. En todas estas correrías, el viajero se desplazaba con una voluminosa carga de obras clásicas que servían de guías culturales y sentimentales de los lugares a visitar, desde Homero a Herodoto y desde Virgilio a Plutarco. Eran tiempos de exaltación cultural y la calidad literaria se consideraba imprescindible hasta para escribir una factura, igual que aquella abuela de Proust que en lugar de regalar fotografías de la catedral de Chartres, de las fuentes de Saint-Cloud o del Vesubio, prefería regalar grabados de La catedral de Chartres de Corot, de Las fuentes de Saint-Cloud de Hubert Robert o del Vesuvio de Turner, añadiendo así una “capa más de arte”. El turismo de masas tal como lo conocemos se debe a la ocurrencia de Thomas Cook, Dios le perdone, de fletar un tren el 5 de julio de 1841 para transportar a un grupo de militantes abstemios desde Leicester a un mitin en Loughborough, a poco más de 30 kilómetros. Este descendiente del explorador James Cook detectó el potencial del negocio y se convirtió en el primer operador turístico de la historia. Así, el turismo nació como una actividad de los enemigos del alcohol. Juzgue usted a dónde se puede llegar con estos antecedentes. A medida que la actividad crecía apoyada en los nuevos medios de transporte y en la acuñación oficial del turismo por la Liga de Naciones en 1937, las guías de viajes comenzaron a brotar como prótesis para el viajero indefenso. Los redactores de guías se convertían así en pequeños diosecillos que construyen, según el escritor canadiense Taras Grescoe, los moldes que sirven a los demás viajeros para mirar el mundo, que deciden qué es lo que los demás viajeros van a ver, comer, hacer y hasta sentir: que el palacio de Belvedere te transporta a un cuento de princesas, pues sea. Que la Alexanderplatz es fría y desangelada, amén. A tal extremo llega este condicionamiento que una mala crítica de un restaurante en una guía puede ser causa de su cierre. Cuentan que el kaiser Guillermo se paraba frente a la ventana de su palacio todos los días a la misma hora porque “la guía Baedeker dice que esto es lo que hago”. Y es que si el turismo lo inventó Inglaterra, los alemanes tomaron rápidamente la delantera en el campo de las guías. Karl Baedeker publicó su primera guía en 1835, seis años antes de la ocurrencia de Cook, para los viajeros que tomaban el vapor del Rhin de Colonia a Mainz. Allá por 1866, el libreto de la opereta de Offenbach La vie parisienne decía, “reyes y gobiernos pueden equivocarse, pero nunca el señor Baedeker”. De la meticulosidad de Baedeker en los datos de sus guías contaba el barón Gisbert von Vincke que, coincidiendo con él en el ascenso a la catedral de Milán en 1847, advirtió que el editor se llevaba cada cierto tiempo la mano al bolsillo de su chaleco y después al del pantalón. Al preguntarle el motivo, Baedeker respondió que cada veinte peldaños sacaba un guisante de su chaleco y lo guardaba en el pantalón, y al final los contaba para saber exactamente cuántos peldaños había. Baedeker publicó la primera guía de España y Portugal en 1897, pero las guías en español no serían comunes en nuestro país hasta las Everest de los años 50, cuando viajar era el privilegio de unos pocos que podían salir al extranjero con billete de vuelta –el resto no eran viajeros, sino emigrantes–. Aunque Baedeker popularizó las guías de viajes y llenó con ellas los estantes de las librerías, otros pioneros en la era moderna ya habían escrito para aconsejar a sus lectores y evitarles tropezar en la misma piedra que ellos. Abundan las versiones sobre quién fue el primero, pero al menos una de las primeras fue una mujer llamada Marianna Starke, que publicó en 1800 una serie de cartas de su viaje a Italia. En la década de 1820 el editor John Murray la convenció para que ampliara sus cartas incluyendo datos prácticos, y así nació 'Travels on the Continent: Written for the Use and Particular Information of Travelers', o sea, una guía de viajes. Incluso llegó a calificar cada cuadro de los que veía en los grandes museos con uno, dos, tres o cuatro signos de exclamación, una primitiva versión de las estrellas, soles y tantas otras simbologías utilizadas para definir un escalafón que, no lo olvide, a menudo puede moverse en el terreno cenagoso entre la subjetividad y el puro patrocinio. Aquellas primeras guías son hoy joyas de la historia literaria de los viajes, aunque obviamente sus consejos prácticos han quedado ya ligeramente desfasados. La guía Baedeker de la India en su edición de 1914 recomendaba llevar en el equipaje una cama completa y un lavabo. Pero no solamente nuestra percepción del mundo ha cambiado, sino naturalmente también el mundo mismo. Benjamín Ojeda contaba cómo Graham Greene disfrutó a diario, durante sus cuatro años como espía en La Habana, del mojito gratis con que obsequiaba el Floridita a todos los turistas, una oferta que el escritor había descubierto en la edición de entonces de la guía Berlitz. Cuando Ojeda, décadas después, peregrinó al Floridita con la intención de acogerse a tan grato gañote, el camarero esquivó el envite con un “eso era antes de la Revolución, compañero”. Y efectivamente, la edición actualizada de la Berlitz ya no reflejaba aquel dato. Hoy es difícil descubrir una región de la que no se haya escrito una guía, porque casi todos los rincones del planeta por encima del nivel del mar han sido explorados, fotografiados, clasificados y catalogados. En este proceso la guía de viajes no ha sido un espectador inocente, sino instrumento y causa directa de la desfloración del planeta. La historia de las guías de viajes cuenta cómo algunos lugares han sido transformados en apenas veinte años precisamente como efecto de los propios informes de los pioneros que, describiendo un mundo virgen, lo desvirgaron para siempre. Hacia 1839 la Italia que describió Marianna Starke guardaba poco parecido con la realidad vigente. El editor Murray decidió entonces publicar una nueva guía para los que deseaban “alejarse de los caminos más trillados… y explorar las regiones menos conocidas pero igualmente románticas”. Pocos años después, la historia se había repetido y aquellas comarcas desconocidas y románticas habían sido ya tomadas al abordaje y neutralizadas irremediablemente por el turismo. El Corfú de Lawrence Durrell siguió este mismo camino, como lo hicieron el Tíbet de Heinrich Harrer, el Yukón de Jack London, el Wadi Rum de Lawrence, la Alpujarra de Brenan –hoy infestada de guiris–, o las playas de Tailandia y Goa de los primeros hippies. El fenómeno no es nuevo: en 1869 ya contaba Mark Twain en 'The innocents abroad' cómo los turistas americanos arrancaban pedazos de las pirámides, y en muchos templos egipcios es fácil observar las huellas del grafitismo vandálico de los soldados de Napoleón en las piedras milenarias. Todo ello define la corrupción de los lugares vírgenes por el turismo, de la cual algunos tienden a sentirse exculpados, o inocentes según Twain. El frecuente desprecio por parte de una raza particular de los que se autodefinen como viajeros, el cosmourbanopolita de mochila, hacia el turista de paquete, oculta un fenómeno paradójico. Mientras el turista de paquete frecuentemente se dirige a destinos molidos a grano fino, donde el efecto de su intrusión es mínimo en un entorno ya acostumbrado al turismo, en cambio es el viajero de mochila que busca territorios impolutos el que introduce un fenómeno nuevo y desestabilizador. Al reclamo de “¡tío, aquí no hay turistas!”, en pocos años o incluso meses aquellos lugares se convierten en una manifestación irregular de los efectos, más bien defectos, del turismo. Taras Grescoe contaba cómo lo que apenas diez años atrás eran aldeas tribales vírgenes de la montaña tailandesa, hoy son mercados negros donde el negocio turístico más boyante es el menudeo de heroína, donde muchos jóvenes locales se han convertido en auténticos yonkis y donde la oferta de prostitución infantil responde adecuadamente a la demanda. En la edición de 1996, Ed Readicker-Henderson describía en su guía de Alaska la población de Whittier, 500 habitantes, como “un lugar desierto con un glaciar colgando sobre él como una gran masa amenazante. Nada se mueve. Los perros duermen en la carretera. Pero es la ruta más fácil y accesible al Prince William Sound”. En la actualización de 1999 el cuadro había cambiado: “20.000 personas al día pululan por un descampado a las afueras del pueblo, intentando aparcar y echar un vistazo al agua más allá de los gordos culos blancos de las autocaravanas estabuladas. Bienvenidos a un pequeño suburbio del Infierno”. Y por el mismo hilo argumental, desengáñese, el ecoturismo es una falsa utopía. Tanto los productos turísticos como las guías que se nutren de ellos existen porque se venden. Y cuanto más, mejor. Nadie pone un producto a la venta para que sea minoritario. Por tanto, es imposible que viajemos a algún lugar donde nuestra presencia no deteriore, no digamos ya mejore, el medio ambiente. El viaje ecoturístico sólo puede pretender ser menos agresivo que otros, y sólo en ciertos casos, por ejemplo allí donde se ejerce un control férreo mediante cupos de visitantes, lo conseguirá. Desde Marianna Starke y el señor Baedeker, las editoriales de guías de viajes han florecido para rellenar todos los huecos del mercado turístico, desde Palencia a Kamchatka y desde el plan familiar con niños y perro hasta los viajes para practicantes del budismo zen. Cada recoveco del sector, caravaneros, surfistas, moteros, vegetarianos, nudistas o impares –lo que antes llamábamos solterones–, encuentra su casilla en los estantes de las librerías de viajes. Pero a la hora de elegir, y salvo que lo restringido de la opción –por ejemplo, Siberia en patinete– no deje alternativas, es importante no fiarse de ideas preconcebidas y saber lo que uno está comprando de entre toda la oferta disponible. Por ejemplo, Lonely Planet edita algunas de las mejores guías del mercado, publicadas en España por Geoplaneta, pero a veces parecen erróneamente etiquetadas con un emblema que las inspiró en sus comienzos pero que hace ya años perdieron. Tanto las Lonely Planet como sus competidoras directas, las Rough Guides –publicadas en español por Ediciones B bajo el título Sin Fronteras– tienen en su origen amateur la virtud de haber roto el molde de las guías académicas al estilo “catálogo”, con ambiciones de inmortalidad y dedicadas a destacar lo mejor de cada casa, pudiera pagarlo el lector o no. Después de recorrer el sureste asiático en su viaje por tierra de Londres a Australia, en 1973 Tony y Maureen Wheeler publicaron su guía para viajar barato por esta región, escrita y grapada en la cocina de su casa, lo que se convirtió en la primera de las Lonely. En 1981 un estudiante inglés, Mark Ellingham, viajó a Grecia y descubrió que ninguna de las guías del mercado se adaptaba a sus intereses, por lo que decidió escribir la suya propia junto con un grupo de amigos, y así nacieron las Rough. En su génesis, ambas colecciones recogían el espíritu de los 20, el tono desenfadado y el planteamiento dinámico y evolutivo, las aspiraciones, maneras de viajar y presupuestos del mochilero joven. Lo hacían, hasta que se convirtieron en grandes industrias, demasiado dependientes del mercado norteamericano y por tanto necesariamente imbuidas del pensamiento conservador de aquel país. Las Lonely y Rough de hoy siguen siendo líderes, pero más aburguesadas que sus antecesoras. No han perdido calidad, pero sí bastante de su frescura original. Dejando fuera guías excesivamente especializadas y editoras minúsculas, podemos describir un arco presupuestario que tiene su extremo más alto en las Fodor’s y Michelín, y el más bajo en las Trotamundos y Let’s Go. Fodor’s, editadas en España por El País-Aguilar, es un imperio que publica 16 formatos diferentes de guías. Frommer's, una serie hecha por y para americanos, sin traducción al español, le sigue de cerca con 11. Ambas colecciones son la “Coca-Cola” de las guías y tratan de cubrir todos los sectores amplios del mercado, desde lo generalista hasta los viajes para jubilados, pero siempre pensando en el turista que puede y quiere pagarse ciertas comodidades. Fodor’s nunca se dignaría a ocuparse de un alojamiento que para la Guía del Trotamundos es “correcto”, pero que presenta el pequeño inconveniente de que hay que cruzar un río a nado para alcanzarlo. Lo que para el Trotamundos es un hotelito familiar y confortable con animado ambiente de alegres parroquianos cuando cierran las fábricas, para usted y para mí sería simplemente un prostíbulo, y Fodor’s sólo se ocuparía de él para mencionarlo en el apartado de zonas de la ciudad a evitar a toda costa. De todos modos, una vez más es conveniente no llevarse a engaños: desde que Philippe Gloaguen, impregnado del entusiasmo viajero de los Kerouac y Hopper, se atrevió a entrar donde el turismo antes cambiaba de acera y creó las Trotamundos, ha llovido mucho. Incluso el tipo de la portada se afeitó, se cortó el pelo y cambió el estilo flower power por el smart casual. Hoy, cosas de la mercadotecnia, los establecimientos exhiben con orgullo su pegatina de “recomendado en la Guía del Trotamundos” como justificación para sumar a sus precios el valor añadido del sello de lo “auténtico”. Y es que ser 'primus inter pares', aunque se trate de rifar el reinado de la caspa, siempre se paga. Sin intención de hacer un repaso exhaustivo al mercado, además de la versión española de las Fodor’s, El País-Aguilar publica otras colecciones como las Guías Visuales, destinadas a los que prefieren material gráfico a texto; las Guías Visuales Top 10, que destacan lo más interesante de cada ciudad; las guías CityPack, guías de lugares con encanto, espacios naturales o rutas. Las Guías del Buen Viajero de Blume son la adaptación española de las Traveler’s Companion. Laertes publica la colección Rumbo a, Anaya Touring Club su serie Guía Total y Gaesa las Guías Azules. Algunas guías se especializan en escapadas fugaces a ciudades, y suelen incluir planos de los transportes públicos. Entre ellas están las Fin de Semana de Salvat, las ¡Zip! de Granica, traducidas de las Gräfe und Unzer, las Escapada a… de Michelín o las Time Out, editadas en España por Blume. Podemos encontrar guías especializadas en deportes de riesgo y viajes de aventura, como las Explora y Viajes de Aventura, ambas de Granica, traducidas de las AA Publishing. Michelín publica sus guías verdes, orientadas al conductor, y las rojas, especializadas en restauración y hostelería y cuyas estrellas son objeto de tanta, y para algunos tan injustificada, reverencia y veneración. Con respecto a la fecha de publicación, es importante que la guía no tenga una antigüedad superior a dos años, que suele ser el intervalo de actualización en la mayoría de los casos. Algunas guías, las menos, se actualizan cada año. Hoy los sitios web de algunas editoras le permiten a uno descargar o imprimirse actualizaciones e incluso guías enteras, o bien fabricarse una mini-guía a medida, sólo con los lugares de interés que uno desee y adaptados al propio presupuesto. El último escalón para los más tecnófilos está hoy en las guías electrónicas para llevar en el ordenador de mano. Por último, saber inglés no solamente es una ventaja para viajar, sino también para acceder a las guías calentitas en sus últimas ediciones sin necesidad de esperar a la versión traducida, y también para manejar guías de algunos destinos extravagantes que nunca se traducirán al español por falta de masa crítica, como la guía de Spitzbergen que publica Bradt Publishing. Entre las guías recomendables no traducidas al español destacan las Let’s Go, muy afines al público joven, investigadas y escritas por estudiantes de la Universidad de Harvard y muy apreciadas por conservar ese enfoque amateur y la atención a lo barato que otras colecciones han perdido. Como negocio subsidiario del turismo, el de las guías de viajes sufre los vaivenes de su industria nodriza. En noviembre de 2001, dos meses después de los atentados del 11-S, la editora Lonely Planet decidió dar a la mitad de su plantilla seis meses de baja con el 15% de su salario, pero la idea no funcionó. Finalmente la solución adecuada fue la reconversión: dejaron de enviar redactores a países lejanos de seguridad incierta y los destinaron allí donde los norteamericanos pudieran llegar sin cruzar una frontera. Las ventas globales de guías de viajes se desplomaron un 50%, pero crecieron las dedicadas a los parques de Disney. Hoy ya no existe la 'Terra Incognita'. Incluso la propia literatura de viajes, el cebo que a muchos nos ha hecho soñar y acariciar mundos recónditos antes de calzarnos las botas, es para algunos un género en crisis del que ya no se pueden esperar obras significativas que prendan al lector y le aporten género fresco. Según el escritor de viajes Edward Marriott ('The lost tribe', 'Costa salvaje: tras los últimos cazadores de tiburones de Nicaragua'), el último periodo de brillo de la literatura de viajes fue la década de los 80, una época de mitificación del ego. Si aquello pasó, según Marriott, no es tanto por la desaparición de los lugares vírgenes sino por la desaparición de la fe en la autoridad, ingrediente esencial de los libros de viajes en los que el lector busca la credibilidad de una voz autorizada. Antes de los 80, la literatura de viajes germinó primero en la era victoriana de las grandes exploraciones y luego en los años 30 con la generación de los Gerald Brenan, Peter Fleming, Graham Greene, Ernest Hemingway, Robert Byron o Evelyn Waugh, entre otros. En 1946 el autor de Retorno a Brideshead predijo el fin de la literatura de viajes, con el fondo del pesimismo posbélico y con la defunción del viaje clásico a manos del avión a reacción, otro producto de la guerra: “nunca más pondremos el pie en suelo extranjero con una carta de crédito y un pasaporte para sentir el mundo abierto frente a nosotros”. Pero a pesar de la predicción catastrofista de Waugh, siguieron coleando los Chatwin, Theroux, Matthiessen, Thubron, Thesiger y Kapuscinski, y en España afloraron los Leguineche, Reverte, Vázquez Montalbán, Morató, Torbado, Bocos, Nart, Armada y un largo etcétera, sin olvidar la última hornada representada por la visión cáustica del Afganistán en guerra de David Gistau ('A que no hay huevos'). Lo que nos indica que cualquier tiempo pasado, fuera mejor o peor, siempre regresa, y que aún es posible descubrir mundos nuevos, o al menos leer literatura fresca que nos descubra los mundos nuevos que se ocultaban debajo de la alfombra que hemos pisado sin advertir el bulto que se escondía debajo. La voz autorizada sigue hoy, y posiblemente seguirá por muchos años, produciendo guías sentimentales que el lector aprecia en función de la personalidad del cicerone, de lo cual es buen ejemplo la reciente guía de Madrid de Luis Antonio de Villena, su 'Itinerario personal, sublime y canalla de la Villa y Corte'. Y lo mejor de todo, se puede disfrutar de ella sin necesidad de marcharse a Ulan Bator. Quizá la clave para el que aún aspire a colgarse el distintivo de viajero sea, como decía Proust, que el viaje no consiste en descubrir lugares nuevos, sino en contemplar lugares ya conocidos con ojos nuevos.