Viajar para contarlo

Javier Yanes


(Publicado en 'Paraísos' nº2, primavera de 2007)

Aprovechamos que el Pacífico pasa por el estrecho de Cook, para revelarles algunas banales intimidades sobre cómo funciona el periodismo viajero. Esto, desengáñese, no es un reportaje de viajes, sino un reportaje sobre un reportaje de viajes: un “making of” algo “sui generis”. Viajar da idiomas.

Hay quien imagina al periodista de viajes como un afortunado bastardo adherido a una hamaca, sobre la arena de una calita sublime y secreta cuya existencia jamás revelará en su reportaje, deglutiendo daiquirís a costa de su revista mientras, en el teclado de su portátil, pergeña una apología de las playas donde no ha osado poner el pie, las del tipo de la gorra voceando el Fanta y el Coca-Cola. Por el contrario, hay quien se lo figura como un corresponsal de guerra aguerrido sin un mal conflicto que echarse al bloc, comprometido en contar hasta cuántas piedras hay en el desierto de Gobi, comiendo lombrices fecales de perro en salmuera porque allí son típicas, y durmiendo en un lecho de ortigas bajo una viga de madera de la que pende sobre sus fauces abiertas una escolopendra de medio metro. Ambas versiones son más o menos aproximadas, según cada rato, aunque con matices: el verdadero profesional siempre revelará la existencia de aquella cala ignota. El deber obliga, aunque duela. Y quien paga los daiquirís no es la revista, sino usted, amigo lector. Si se siente tentado de saltar la barrera y lanzarse al albero del periodismo de viajes, oficio del que el escritor de guías Ed Readicker-Henderson hacía notar la escasez del salario –“poco menos de lo que gana el que limpia la freidora en McDonald’s”–, o simplemente le pica la comezón, este es su reportaje.

EL EQUIPO

Después de un estrambótico tour por el mediodía francés con Scott Fitzgerald, Hemingway sentenció: “Nunca viajes con alguien a quien no amas”. En el lance profesional del periodismo viajero, es irrelevante, incluso contraproducente, que redactor/a y fotógrafo/a lleguen a conocerse en el sentido bíblico del término. Un periodista de notable fama saldó su travesía en coche-cama, en compañía de una fotógrafa, con un experto conocimiento de la decoración del techo del compartimento y de los detalles bordados de las almohadas. Y muy poca idea sobre lo que había fuera del tren. El reportaje, de haberse escrito, no se hubiera podido publicar. En el caso que nos ocupa, catorce días en autocaravana por Nueva Zelanda provocan un roce inevitable entre redactor y fotógrafo, y del roce acaban surgiendo esas discusiones matrimoniales para demostrar que una pareja se mantiene unida mientras el otro no deje de perseverar en sus errores. ¿No es verdad, Álvaro, ángel de amor?

Debe rendirse pleitesía a una regla de oro: en el tándem viajero, el fotógrafo es el rey. Él maneja la chistera del ilusionista que hace brotar palomas del fango. El buen fotógrafo de viajes, como Álvaro, es un natural en sentido taurino, un talento encastrado en los genes; tiene la llama de esa visión lúcida y lucida de la luz, ese ojo de broca que perfora el zoquete de carbón hasta arrancarle chispazos de diamante. El zoquete, en general, es el redactor. Para aspirar a este puesto no hay que estar dotado de ninguna capacitación especial, salvo saberse el abecedario de carrerilla y disponer de una libreta y un lápiz. Cualquier marca vale. Corre el rumor de que los blocs Moleskine, esos que se publicitan como los preferidos por Hemingway, Chatwin, Céline y Van Gogh, no le convierten a uno en Hemingway, Chatwin, Céline ni Van Gogh. Pero a qué negarlo: dan más empaque que la agenda que regala el banco por Navidad.

A la hora de redactar, es imprescindible citar a Herodoto al menos una vez. Esto engorda la categoría literaria del relato. Al fin y al cabo, él fue uno de los excelsos viajeros de la historia, y nunca dejó de citarse a sí mismo. Por lo demás, es esencial desterrar la ñoñería –“dejamos nuestro corazón en aquel inolvidable paraíso mientras sus amables gentes nos despedían con ojos acuosos y una cálida sonrisa en los labios”–, el multiculturalismo complaciente con tufos roussonianos –“los nativos tienen una cultura superior a la nuestra y son mejores personas”–, y el lugarcomunismo, que no es una ideología política, sino el abuso de topicazos –“país de contrastes, playa paradisíaca, monumento emblemático, mar de sensaciones, ciudad vibrante y cosmopolita”–. Por lo demás, tan solo es necesario amartillar la percepción, relajarse y disfrutar. Hay otro consejo básico, que dejaremos para el final. En resumen, no caben objeciones: si bien todo oficio tiene sus sinsabores, cobrar por viajar es un privilegio, y le acerca a uno a la felicidad. Aunque ya lo adviritó Herodoto: no se puede llamar feliz a un hombre hasta que ha muerto. Hala, ya le hemos citado.

LA PRODUCCIÓN

El objetivo de toda producción de un reportaje es viajar de gañote, expresión que nuestro dilecto Diccionario de la Real Academia traduce como “de gorra”. El pensamiento económico friedmaniano advierte que no existe un almuerzo gratis, pero redactor y fotógrafo pueden pasar por caja explicando que paga el último. Lo habitual es alcanzar acuerdos de intercambio publicitario con proveedores de los servicios necesarios. Todo patrocinio aspira a cosechar una relativa dosis de servidumbre. Sin embargo, el periodista de viajes no debe olvidar que es, ante todo, un periodista, y no un palafrenero. La debida reverencia protocolaria jamás debe embozar la realidad, al menos cuando se trata de información y no de juicios de opinión. Incluso en este último caso, a nadie se le ocurre que el crítico de cine deba alabar la película solo porque los productores tuvieron la deferencia de invitarle al estreno. En el caso que nos ocupa, un directivo de una línea aérea que proporcionó ciertos billetes se sintió traicionado porque en la pequeña guía sobre Nueva Zelanda mencionábamos los riesgos del “síndrome de la clase turista”, ese patatús embólico que amenaza al pasajero embutido en su lata de conservas con respaldo reclinable. El tal ejecutivo alegó que aquello era una paparrucha, y al ser convenientemente dirigido a las fuentes médicas oportunas, replicó que eso creaba una alarma innecesaria y disuadía a la gente de viajar. En tales casos, y si no funciona el sabio “be water, my friend”, hay que armarse de artes diplomáticas para llevar la relación comercial a buen puerto.

Sin servidumbres, solo hechos: la agencia Nueva Zelanda Viajes, sucursal madrileña de una empresa parisina, fue nuestro ángel de la guarda y nuestro San Pedro: nos abrió todas las puertas que conducen a las antípodas, y son unas cuantas: un rosario de vuelos de tal calibre que uno duda si encuadernar los billetes, y una amplia autocaravana donde caben cuatro personas normales, o los egos expansivos de un redactor y un fotógrafo.

LOS VUELOS

Un antiguo científico de los de antes de Newton, he olvidado quién, sugería un modo revolucionario de viajar: dar saltitos sobre el suelo dejando que la Tierra gire bajo nuestros pies, hasta que pase bajo nuestras suelas el punto deseado. Este genio incomprendido, que seguramente yace enterrado en su mismo pueblo, no nos legó instrucciones respecto a cómo saltar sobre las aguas. Tal vez por eso debemos castigarnos con 24 horas de vuelo, excluyendo conexiones y diferencias horarias, para cruzar dos océanos antes de desembarcar en Nueva Zelanda con nuestro reloj biológico que no sabe si tocar la hora o pedir la campana. Los reporteros de viajes encajan un viaje transplanetario del mismo modo que cualquier mortal: malamente. Lo sobrellevamos con aspirina, anticoagulante milagroso que previene el síndrome mencionado, mientras desde nuestro casillero de clase turista contemplamos en la pantalla de vídeo a un sujeto fornido en un parque florido aleccionándonos con unos sencillos ejercicios contra la trombosis, para evitar que nuestra inmovilidad sea eterna. Vídeo cuya existencia debía desconocer el ejecutivo agresivo.

Varias bandejas de comida después, aterrizamos en Hong Kong, donde parece ser de día y verano. El oriente nos recibe con una bofetada húmeda que nos arroja, al ritmo de silbato que impregna la marcha de cientos de chinos por los túneles del metro, al mismo centro de la antigua colonia británica. Ilusos, codiciamos un bar donde sorber una gélida cerveza Tsingtao, la que dan por allí. Pero los nudos de autopistas se cierran en torno a nuestro cuello, y esta incómoda corbata nos ahoga la sed allí donde la cerveza no existe, que más o menos decía Sartre. Paseamos bajo pináculos de cristal que pinchan el cielo desde la isla, sintiéndonos como colillas entre las baldosas del suelo, sin un mal automóvil que nos confirme nuestro ser existencial entre aquel embrollo de autopistas. Para oler algo de humanidad y sentir el fresco soplo de la fritanga, hay que negarse el mar y bucear por las corrientes procelosas de Kowloon, la amontonada colmena que parapeta a Hong Kong de su madre biológica china.

En este barrio continental, las tiendas de electrónica sobrepasan las peores diarreas de Asimov, y los muestrarios de comida arrojan a nuestra mirada doradas marañas de tejidos biológicos de aspecto crujiente, que recuerdan a los cajones de oro en rama de las joyerías judías de Nueva York. No tenemos tiempo de aplicar taxonomías a las especies en venta, porque el reloj nos anuncia que en la pantalla de vídeo del avión, el mismo sujeto fornido en el parque florido nos reclama para endilgarnos una nueva sesión de ejercicios anti-embolia desde su jardín de teletubbies. Otras once horas nos atan al asiento antes de tomar tierra en Auckland, capital económica de estas islas que -por muchos mapas que se hayan mirado, uno no es consciente hasta llegar allí- quedan a trasmano de cualquier viaje terráqueo que no tenga como destino Nueva Zelanda. Este concepto, por obvio, no es irrelevante ni inocuo, y no se añade aquí para rellenar líneas –algo que, por otro lado, está muy feo para un redactor de viajes, cuya función es limitarse a colocar la argamasa de mancha negra que ensucia la página entre foto y foto–. La condición de que es metafísicamente imposible caer en Nueva Zelanda de paso hacia otro lugar es un hierro candente que firma la grupa psicológica de cada habitante de las islas y su manera de relacionarse con los extranjeros que caen por allí. Cuando un neozelandés se topa con un extranjero de su misma especie, sabe que el forastero ha luchado contra el tiempo, contra el espacio, contra el consejo de su psiquiatra y hasta contra el sentido común, para que su avión acierte a clavarse en aquella tierra y en ninguna otra. Y esto, ellos se lo toman casi como la visita personal de un embajador alienígena. De ahí su propensión a amigar fácilmente.

EL DESTINO

Al aterrizar en Auckland, parece ser de noche e invierno, todo lo contrario que en Hong Kong. Lo del invierno estaba asumido; es una consecuencia inevitable del otoño. El problema con lo de la noche es que no sabemos a qué casilla del calendario corresponde. Casi debemos preguntar, como aquel borracho del chiste, para ubicarnos dentro de nuestra ropa. Al poco, amanece, y al tomar el último avión, parece que la frase es literal: no es él quien nos toma a nosotros, sino nosotros a él, como si tuviéramos que acoger el enorme supositorio de su fuselaje, con alas y todo, para ser mal digerido por nuestro intestino maltrecho, después de un salto temporal de casi 48 horas entre vuelos, esperas desesperadas e impersonales claustros VIP. Una vez deshecho el plástico de la última bandeja de desayuno en el ácido bilioso de nuestra halitosis, el avión nos deposita por fin en Christchurch, capital de la isla sur. Es de día, y hemos logrado la conquista pírrica del punto de partida de nuestro viaje. Estamos al principio, pero estamos acabados.

Las letras que dibujan el nombre de la ciudad sobre un panel de cristal en el umbral del aeropuerto parecen escritas en el cielo de un día claro y luminoso, que azuletea las sombras drásticas de un otoño invernal en tregua por las anchas calles de Christchurch. Parece un decorado provinciano inglés, una ciudad hecha solo de afueras en torno a algunas venerables piedras neogóticas. Un taxi nos acerca a la oficina de alquiler de caravanas donde tomamos posesión de nuestro castillo rodante. Derek, el encargado, nos informa sobre cómo manipular el microondas, la cocina, la ducha, la toma de corriente eléctrica, el depósito de aguas grises y el de aguas negras. Hasta la fecha, todas las instrucciones que necesitaba de un vehículo de alquiler se resumían en cómo encender los faros y el limpiaparabrisas. Mientras Derek habla con ese entusiasmo neozelandés de concurso televisivo, me invade la sensación de que estamos recibiendo las llaves del apartamento en Torrevieja que nos ha caído en suerte. Pero como este se mueve, decidimos contratar el seguro a todo riesgo. Con otros vehículos, lo máximo que se puede perder en un accidente es un coche. Con este, se puede dejar sin hogar a toda una familia.

EL RECORRIDO

Nos abastecemos de víveres en el Countdown Supermarket y reposamos nuestros órganos vueltos del revés antes de lanzarnos a la carretera, a la mañana siguiente. De primera impresión, Nueva Zelanda es dócil y acariciable, lanuda y alfombrada. Las ovejas son legión, no se ve un alma, y a nuestra derecha, las montañas se insinúan en cada recoveco con cumbres rotas en aristas de hielo resplandeciente. A medida que avanzamos, el paisaje de la “ruta panorámica interior” engorda y arrolla con sus volúmenes apabullantes. El conjunto es un enorme prado que parece desenrollado en tapete sobre los bultos del terreno. Quizá por ahí se esconde el tipo fornido haciendo sus ejercicios contra el paralís, rodeado de hobbits y teletubbies.

Anotación en mi diario: “Nunca antes entendí el motivo para vivir en el interior cuando uno ha nacido en una isla. Será porque en todos los casos anteriores el marco me parecía, a pesar de todo, superior al cuadro. El cuadro de NZ es una obra maestra. Aún no he visto el marco”.

Por el cuadro desfila un lago donde termina una carretera. En Nueva Zelanda siempre termina la carretera antes de que a uno se le agoten la paciencia y la capacidad de sorpresa, y por eso los parajes avasallan, pero nunca cansan. Si acaso, frustra un poco acercarse a la espina dorsal de la isla, los Alpes Meridionales, para descubrir que aquí también termina la ruta. Solo hay un par de puertos en el mapa para cruzar las montañas hacia la costa oeste, y están exactamente allí donde las montañas deseaban ser cruzadas. Los neozelandeses no contradicen a la naturaleza.

En el parque nacional del Monte Cook, la montaña más alta del país, dos vías irrigan sendos valles glaciares, Hooker y Tasman, solitarios y pedregosos, con algo de sabor a fin del mundo. Hay algunos excursionistas alrededor del centro de visitantes, pero tampoco se puede decir que aquí esté “la gente”. Para trabar alguna conversación nos vemos obligados a hincar las ruedas de la caravana en una cuneta embarrada de donde es imposible escapar. No es un acto premeditado, sino mi torpeza, pero ya dije que me sé el abecedario de carrerilla. Al cabo de un rato, tratando de desincrustarnos del lodo mientras nos devora el insecto local, una mosquita vampira llamada sandfly que deja cicatrices de cobra y aparenta ser inmune al frío, nos descubre un guardabosques. Se llama Andrew, patrulla con su chavalín, y es el primer neozelandés con quien podemos mantener un encuentro casual. Por alguna razón le pregunto por Invercargill, el pueblo más al sur del sur, que a su sonido de melodía escocesa añade esa seducción de la última frontera –Usuhaia, Tombuctú, Rovaniemi–, droga dura para el yonqui de los viajes. Andrew me responde con algo que descubro muy neozelandés. Algo que uno nunca oiría en Francia, en Inglaterra, o en otros lugares que no cito para no herir sensibilidades. Me cuenta: “Mick Jagger estuvo allí, y dijo que era el ‘asshole’ del mundo”, lo que remata con una carcajada. De alguna parte, Andrew se saca una excavadora que nos devuelve a la pista. Son buena gente. ¿Pero dónde están todos?

De regreso hacia la costa este, recalamos en un pueblo llamado Omarama. Tiene nombre de cine futurista, pero solo hay un parque de caravanas, un cruce de calles, un bazar, y un hotel que cobija un pub con color local. Los parroquianos lucen katiuskas, beben cerveza y juguetean al billar bajo un gigantesco pez disecado. Parecen buena gente, ¿pero dónde viven? Muchos jóvenes kiwis, que así se autodenominan los neozelandeses, abandonan las islas en dirección a Melbourne o Sydney en cuanto han aprendido a vestirse por los pies y ya se han hartado de hacer puenting, rafting, trekking, y demás gerundios que ayudan a jugar con la muerte. En todo nuestro periplo neozelandés, llegué a divisar una única fábrica. Los que se quedan, se reparten entre el turismo y el campo. No suena excitante, pero para eso tienen puenting, rafting, trekking...

EL TRABAJO

Las sesiones fotográficas se hacen interminables, y el redactor dispone de tiempo sobrado para recitar el abecedario cuantas veces necesite, tomar algunas notas, releer a Herodoto y deglutir cualquier sustituto local del daiquirí, todo ello mientras apoya el denuedo del fotógrafo sosteniéndole el paraguas bajo la nieve atroz, haciendo de trípode bípedo, de parasol que opina cuando nadie se lo pide, o vigilando para que el artista no se exponga a una denuncia por allanamiento al saltar alguna verja persiguiendo ese encuadre escurridizo. En general, no es preciso delinquir para obtener la imagen deseada. En el peor de los casos, el redactor debe ejercer de modelo de relleno, una labor para la que no suele estar formado a no ser que disponga de algún conocimiento adicional, por ejemplo en química, en cuyo caso probablemente estaría limpiando la freidora del McDonald’s.

Un cibercafé de la ciudad de Dunedin, una especie de Edimburgo trasplantada a aquel rincón sombreado que decía Jagger, nos ofrece la ocasión de mover algunas gestiones a pie de obra. En este caso, escribo al manager de una empresa que organiza vuelos en helicóptero sobre los glaciares del oeste, con el noble fin de sacar un vuelo gratis. Todo sea por los lectores. El individuo en cuestión tiene la ocurrencia de llamarse señor Quickfall, literalmente “caída rápida”. Mejor así, sin dolor. Acordamos una cita en Queenstown, ciudad de retiro de estrellas californianas a medio camino entre las pistas de esquí y todos aquellos gerundios de riesgo, un ordenado y pulcro escaparate escalonado de casas hilvanadas al monte sobre un lago que ribetea una agradable promenade. Aún fuera de temporada, en Queenstown hay sensación de vivir, un ambiente entre Beverly Hills y Zermatt que fluye por sus calles de adoquín rojo alicatadas con marcas europeas. Descubrimos las oficinas de los helicópteros en un centro comercial a la vera del lago. Nos recibe la señora Caída Rápida, Barbie Malibú, quien desconfía de nuestra acreditación porque no puedo enseñarle una puñetera tarjeta de visita, aunque se me gaste la huella dactilar de señalarle mi nombre en la mancheta de una pila de revistas. “Siempre hay que llevar tarjetas de visita”, me amonesta con tono de anuncio del Ministerio de Sanidad. No logramos el gratis total, pero sí un vuelo para los dos a mitad de precio. Pocos días más tarde contemplaremos los glaciares desde el aire, suspendidos entre los picos de cuarzo en bruto y el tortuoso río helado, rugoso como la espalda de un caimán. El helicóptero nos elevará hasta los altos neveros para pisar el páramo de nieve virgen sobre la cresta de la columna vertebral de Nueva Zelanda. Qué gusto.

EL MEDIO DE TRANSPORTE

La caravana es un gran vehículo para viajar por aquel país. Lo cierto es que es un gran vehículo, sin más. Hacerse con su gobierno no es inmediato, al menos para quien antes no ha presidido una comunidad de vecinos. Sí, es confortable y autosuficiente, pero en los empinadísimos pasos de montaña, donde seguramente tuvieron que pegar el asfalto con superglú para que no se escurriera, nuestra montura demuestra menos agilidad de movimientos que mi propia casa cuando la lavadora está centrifugando. Tratar de trepar por la cuesta hacia el túnel Homer, que da acceso al fiordo de Milford, sobre una resbaladiza capa de nieve, y a pesar de las cadenas que un amable guardia nos colocó en las ruedas tractoras, es como intentar mover el Empire State Building tirándole de las solapas al portero: inútil. Como resultado, embarranco la caravana en la nieve: inútil. Un nuevo Andrew, este en versión polar, nos remolca fuera del apuro.

EL GRAN CONSEJO

De Dunedin a los fiordos, pasando por Queenstown con su Barbie y, por fin, la costa oeste. El clima se apacigua, y el paisaje se traviste en selva semivirgen, semitropical y semihúmeda. Es el extremo más remoto del país más remoto. Sobre una titánica playa huérfana de especuladores, un par de quads juguetean con la neblina contra una tempestad de olas furiosas. Mientras Álvaro trabaja, un sujeto con fenotipo ibérico baja de una furgoneta y contempla el panorama. Nos miramos sin que se note que nos miramos. Pero los ibéricos nos olemos entre nosotros como a una paletilla de bellota. Casualmente coincidimos en el mismo camping junto al glaciar Franz Josef. Cuando nos pide un cigarro en inglés de Castelldefels, se disipa cualquier duda: se llama Ricardo, es catalán y viaja solo porque su novia tuvo más sentido común. Cuando le informamos del propósito de nuestro viaje, sus cejas brincan sobre su frente. “¡Cojons! Si yo pensaba que érais una pareja gay!” Mientras saboreamos con una cerveza las breves memorias de nuestro viaje, rememoro la frase de Hemingway. Se acabó el amor. Ahora toca escribir.

Decía Herodoto que los dacios son temibles en la batalla. Pero como es difícil obtener una enseñanza útil de esta sabia cita, termino con lo prometido: la recomendación esencial para hacer periodismo de viajes. Para ello desfiguro un consejo que Rosa Regás le endosó a un joven aspirante a literato: “lee, coño, lee”. Y si quieres escribir de viajes, viaja, coño, viaja. Y por el amor de Dios, no olvides las tarjetas de visita.