Noctiluca

Javier Yanes


(Publicado en 'Viajando en Primera' nº9, junio de 2004)

Zarpaban los barcos de Lyttelton como quien lanza piedras planas a un lago quieto, sin saber si se auparían sobre la superficie, si mantendrían una cara al aire para respirar, o si las aguas los tragarían a la primera embestida como la mantequilla engulle un cuchillo caliente. La tormenta duraba ya tres semanas, no se recordaba otra igual, y asolaba la costa neozelandesa desde Banks hasta los fiordos, sitiando a los marinos que exprimían las últimas gotas de su salario en los alambiques de whisky para mantener la lengua mojada hasta que decidiera amainar. El pastor vagaba por los muelles repartiendo bendiciones a los pocos marineros que se aventuraban a enrolarse en los cuatro cascarones que desafiaban al temporal, los que habían consumido ya sus últimas gotas de licor y henchían el pecho frente a un diluvio horizontal para embarcar con el paladar seco como plumas de pato, con una sed que el agua no mojaba. Cuando veían acercarse al clérigo huían como ratas entre los fardos de té, excepto los maoríes, que hacían frente al mensajero de la desgracia interpretando una mermada e improvisada 'haka' guerrera para espantar el 'tapu', o tabú, que representaba el hechicero 'pakeha'.

En el fuego cruzado entre la lluvia furiosa y la espuma que el viento arrastraba de la bahía, las figuras encapotadas se cruzaban en la noche, con la débil luz que escapaba de las tabernas arrancando relámpagos fugaces de sus gabardinas. Con un estampido se cerró el postigo de la taberna del dublinés y una silueta se plantó en el umbral. Cada vez que se abría la puerta, el viento apagaba cuatro o cinco velas y el viejo Hawaiki salía rezongando de detrás de la barra para devolver el fuego a las mechas donde vivía. Hawaiki no era su verdadero nombre, pero asíle llamaban porque pasaba las horas declamando con voz machacona, a quien quisiera escucharle, las antiguas historias de la diáspora polinesia desde su tierra ancestral, una tierra que los maoríes se figuraban que existía donde todos los marinos sabían que no había más que un infierno azul salpicado con tan poca tierra que no daba ni para islas, sólo para unos cuantos atolones ralos y dispersos en esas aguas olvidadas de Dios e infestadas de caníbales.

La figura se dirigió a la barra entre el sonoro murmullo de las voces que trataban de acallar el tremolar de los vidrios en la tormenta. Lentamente pasó junto a una mesa a la que estaban sentados tres maoríes corpulentos de manos callosas, quienes trataban de ignorar las provocaciones marrulleras de una esperpéntica jauría de pescadores afrikaners con ganas de gresca. Junto a la esquina donde se apilaban los barriles de cerveza descansaban los hombres de Dawson, un pellejudo neoyorquino propietario de un barcaza que picoteaba los puertos de la costa con algún fin comercial que nadie parecía conocer. Un poco más allá, junto a la barra, jugaban al póker Delasalle, un francés tahitiano que mercaba la lana de los ganaderos, el anciano Rutherford que no tenía otro hogar conocido que la taberna del dublinés, y dos filipinos con cara de susto. En el otro extremo de la barra, Picton, el práctico del puerto, charlaba y bebía con Tom Monaghan, el dublinés, el dueño de aquel agujero frente a los muelles de Lyttelton y de la destilería que embotellaba el peor licor de toda la costa de Canterbury. Remataban el cuadro, entre el dublinés y los macizos maoríes, dos estibadores de Dunedin a los que uno podía contratar para cualquier diligencia, siempre que se tratara de negocios al margen de la ley y que requirieran la fractura de algún hueso ajeno, en especial si eran los del cráneo.

Ninguno de los presentes hizo cuenta del extraño que acababa de entrar en el local. Nadie se distrajo de sus asuntos y tan sólo Monaghan emitió el gruñido vacuno que en su caso equivalía a una bienvenida efusiva. El encapuchado se acercó hasta la barra y, palmeando sobre las tablas, pidió ron. Hawaiki asintió y mordiendo la colilla que llevaba entre los labios se giró para alcanzar una botella del peor licor de toda la costa de Canterbury. En ese momento el extraño se zafó de la capucha y descubrió un rostro lavado por la lluvia y enmarcado por una melena sucia. De inmediato, una a una, las miradas de todos los parroquianos empezaron a converger sobre él, algo que de común sólo ocurría cuando por el local mecía sus caderas y paseaba sus ojos de jade la hija menor del dublinés. Una a una las voces fueron callando al reconocer las facciones familiares del recién llegado, a medida que la perplejidad sustituía a la indiferencia. Sólo cuando el silencio fue completo, Dawson el neoyorquino saltó de su silla y se plantó frente al hombre de la barra con la expresión de quien contemplaría a un pingüino tocando el piano. El americano abrió su boca casi hasta rasgarse las comisuras y entre salivazos profirió un grito de emocionada sorpresa:

-¡Cristo crucificado! ¿Eres realmente tú? ¡Que me lleven los demonios! ¡Tu ... tu barco zozobró en los fiordos, hace cinco días llegó la noticia, y todos habíais muerto.- Escupió en el suelo y mostró las palmas con ocho dedos extendidos, exactamente los que conservaba. -Recogieron ocho cadáveres, ¡ocho!, entre los restos del Molly MacIntyre, ¡y ocho embarcasteis en Dunedin!

Picton se levantó y recogió el hilo, el de la conversación, no el hilo de baba que se tendía sobre el felpudo rojo del mentón de Dawson como un cable del telégrafo.

-Es cierto, la radio trajo la noticia hace cinco días. Atracasteis en Dunedin y al rodear la costa sur se perdió contacto con vosotros más allá de Doubtful Sound. La guardia costera zarpó en el temporal y descubrieron los restos del naufragio del Molly MacIntyre. Las olas dejaron ocho cadáveres en la costa de Milford. Uno de ellos- terminó el práctico con tono pausado- debías ser tú.

El extraño, que ya no lo era, agarró la botella del peor licor de Canterbury y vació un buen trago, restregó la bocamanga por su sonrisa de un amarillo intermitente y clavó su mirada, uno por uno, en todos los rostros petrificados. Finalmente habló:

-Amigos ... Yo mismo no sé muy bien lo que pasó, y espero estar tan borracho dentro de cinco minutos para tener una excusa de no acordarme de nada. Pero antes de que esta botella que tengo en la mano pase al almacén para que el dublinés la rellene con esa porquería que fabrica y que llama ron, o whisky, que yo no le encuentro la diferencia entre uno y otro ...

-¡Déjate de monsergas y cuenta ya, malnacido!- interrumpió Monaghan.

-Pues como decía, y bien recordaba nuestro amigo Picton, tocamos puerto en Dunedin y descargamos cincuenta cajas de jabón imperial para que las mujeres de los granjeros se laven los aliviaderos...

-¡No seas cafre y ve al grano!- interrumpió de nuevo Monaghan.

-Pues en eso estábamos, descargando bultos bajo una lluvia del mismísimo Lucifer, y luego subiendo fardos de lana que iban para Tasmania. Sin tiempo ni de tomar un trago, Sully, el patrón, nos agarró por el cuello y zarpamos con la misma tormenta, que me cuelguen si he visto algo igual, ese loco bastardo. Costeamos por el estrecho de Foveaux y tomamos rumbo norte evitando las rocas y salvándonos de la corriente de arrastre en los fiordos.

"Al llegar a la altura de Milford, la mar se embraveció como no he visto antes y comenzó a empujamos por la amura de babor. El patrón intentó poner proa al fiordo para tomar un abrigo a sotavento y esperar a que amainara, pero la tormenta nos arrastraba al norte. Por fin consiguió tomar la bocana pero la nave estaba ya desarbolada y al pairo. Achicábamos agua como si nos fuera la vida en ello, que nos iba. Y al encarar el fiordo, nunca diréis lo que vimos.

Hizo una pausa para no demorar su cita con el estado de embriaguez y deglutió media botella, pero la pausa se prolongó durante un largo eructo que acompasó al tremolar de las ventanas con un increíble sentido del ritmo.

-¡Sigue ya, hijo de mala zorra!- apremió Monaghan resumiendo la impaciencia de todos.

-En las aguas del fiordo, no solamente no llovía. No solamente no hacía viento. 'Do solabente'... -la voz comenzó a zozobrarle bajo las olas etílicas, lo que hacía su relato más realista -no había tormenta, sino que sobre nuestras cabezas había un cielo estrellado y la mar estaba en calma. Pero aún falta lo mejor. Creedme, amigos, ¡el agua que achicábamos de la cubierta era verde y luminosa, como, como... como los ojos de Wendy Monaghan!- El dublinés alzó el puño rojo de ira y Picton le puso la mano en el hombro, no tanto para prevenir la trifulca como para que el borracho pudiera terminar su relato antes del coma etílico inminente. -¡Os lo juro por la maldita memoria de mi madre! Las aguas del fiordo eran verdes y luminosas, verdes y luminosas, y mansas como un barril de aceite de ballena.

La concurrencia enmudeció sin comprender una coma. Sólo el francés se atrevió a romper el silencio.

-Y... pero... ¿qué diablos ocurrió después?

El borracho levantó la botella como brindando la faena a sus espectadores, aspiró con fuerza y contuvo la respiración, lo que ya hacían los demás, antes de afirmar solemnemente:

-Pues os juro por la maldita memoria del cerdo de mi viejo... ¡que no tengo ni la más remota idea! Lo siguiente que supe es que me encontré tirado sobre las rocas del fiordo. Y que me ha costado cinco días regresar hasta aquí. Mierda de vida. Y dicho esto me van ustedes a disculpar, caballeros, porque tengo que vaciar la vejiga. ¡Ja,ja,ja,ja!

Ante el estupor general trastabilló hasta la puerta riendo con su boca de amarillo intermitente, la abrió y desapareció en la tormenta. La corriente apagó cuatro velas, pero esta vez Hawaiki no rezongó ni movió un músculo. Todos quedaron paralizados. Fue Picton quien recobró la movilidad y, relajando los tendones de su mandíbula, sentenció:

-Voy a informar de esto inmediatamente a la policía- y en lo que dura un chispazo se sumergió en la noche.

Amaneció, otro día más, con el cielo amoratado vomitando océanos y espumarajos, aullando con furia agónica a través de cada rendija. Durante todo el día la violencia de la borrasca desgajó los quicios y disparó los clavos como un arponero epiléptico. Durante las horas que no se bebía no había razón para salir, y nadie salió. Anochecía cuando los dos policías entraron en la taberna del dublinés sacudiendo el agua de sus gabanes. Allí se congregaba un bestiario de parroquianos, los mismos que la noche anterior habían contemplado cómo el borracho se diluía en la sombra para no aparecer más. El sargento Kemp abrió el interrogatorio.

-Así que, caballeros, según me informa el práctico del puerto, el señor Picton,- a quien dirigió una leve inclinación de cabeza -un hombre a quien dábamos por muerto estuvo ayer en esta taberna, les contó una historia increíble, salió a orinar y no regresó.

-Así es, Martin-confirmó Picton.

-¿Y coinciden todos ustedes en que ese hombre era uno de los tripulantes del Molly MacIntyre?

Todos asintieron.

-¿Están ustedes completamente seguros de que ese hombre era Jonah Ferguson, el pelirrojo tuerto que solía cargar en los muelles antes de enrolarse en el Molly?

Picton asintió de nuevo buscando el apoyo del resto. Pero los demás callaron y miraron desconcertados al sargento, y luego unos a otros. Dawson habló primero:

-Sargento Kemp ... ¿Pero quién demonios es Jonah Ferguson? El hombre de anoche era Carter, mi antiguo ayudante. ¿Pelirrojo? ¡Calvo como la calavera de mi abuelo! ¿Tuerto? ¡Con dos ojos como las pelotas de un buey! ¡El bastardo se fue con Sully por una libra de tabaco al mes!

-Dawson, ¿estás chiflado?- terció Monaghan. -¿Estáis todos chiflados? ¿Creéis que no voy a reconocer al baboso de Robertson el manco? ¿El que antes de tocar a mi hija Wendy era sólo Robertson? ¿El que se embarcó en el Molly para que no lo destripara?

Y así, uno y otro, se enredaron en una fogosa discusión, porque Hawaiki y los tres maoríes juraban que aquel hombre no era otro que el viejo Tepui de Wanaka, pero los afrikaners marrulleros habían visto a Haansen el danés, Delasalle y Rutherford al hijo de Benson el granjero que se había hecho a la mar dos meses antes, y los dos estibadores de Dunedin a su viejo camarada Ted, mientras los dos filipinos seguían mudos y con cara de susto.

De súbito, todos al tiempo sintieron que la tormenta había cesado. Uno a uno salieron a la noche estrellada y contemplaron algo increíble: la bahía de Lyttelton se había teñido de una luminiscencia verde y las aguas estaban quietas como una luna de cristal pulido.

Durante años después de aquello, todos en la costa de Canterbury recordaron la noche de la Noctiluca. Nadie pudo explicar qué fue lo que pasó. Ni por qué ninguno de los que seguían vivos a la mañana siguiente recordaba haber visto con sus propios ojos el resplandor verde.