Mombasa, la puerta de África
Javier Yanes
(Publicado en 'Lunas de Miel' nº3, verano de 2002) Hubo una época en Africa en que los pueblos estaban separados y los hombres hablaban lenguas distintas. El cielo era del águila pescadora, el mar del tiburón tigre y la montaña del león, y los países estaban cerrados si nadie abría una puerta para entrar. El hombre forjó un camino de hierro y buscó una puerta. Junto al continente, pero fuera de él. En aquellos días, Mombasa fue para muchos la puerta de Africa. Jack me contaba sus aventuras en Mombasa en 1947, cuando la guerra había terminado y él no era más que un joven soldado británico con agujeros en los bolsillos y toneladas de libertad en su mente, encerrada en la pequeña reclusión de su cuartel. Me hablaba de los wavuvi, los pescadores, como en ese viejo cuadro de Rankin, sentados sobre el borde de sus barcas varadas al mediodía, bebiendo sólo el frescor de la sombra del tupido telón de fondo de los cocoteros, como un falso decorado de teatro. Me contaba cómo los mozos wagema, de los Mijikenda, cortan la flor del cocotero para sangrar el árbol y recoger el vino de palma, el mnazi, y cómo los monos tumbili trepan a los árboles para robar el licor y luego se desploman borrachos hasta el suelo. Me hablaba del adivinador que escribía con su puño minúsculo sobre una pizarra mágica, y de cómo se cumplió todo lo que predijo. Me hablaba de su amigo Athumani Hanzwan el Kindy, y del terrón, uvumba lo llamó, que le regaló para que pudiera regresar a Mombasa desde su exilio en Lusaka con sólo quemarlo. Hay muchas historias, y como decía Jack, esta parte del mundo está llena de supersticiones y pavores para asombrar a la mente sin límites. Pero también de maravillas y de prodigios. Jack no ha vuelto a Mombasa desde entonces, y muchas cosas han cambiado. Fort Jesus ya no es una prisión, sino un museo para que los visitantes admiren el panorama que los portugueses contemplaban mientras los navíos del sultán de Omán cercaban el viejo puerto. Más abajo, las calles de la ciudad vieja siguen hormigueando con sus hombres envueltos en su kikoi y sus mujeres cubiertas por el buibui. Pero hoy, los bazares de recuerdos se atropellan por conseguir el favor de los turistas, de los pocos que se acercan hasta aquí desde sus paraísos de aguas blancas y grandes llaveros. Pero en realidad, no todo ha cambiado tanto. Mombasa sigue oliendo a especias, a makuti secándose al sol, a sudor y a fruta madura, a los que se han añadido la gasolina quemada y el humo de los matatus. Los cocoteros, sisales y anacardos se siguen alineando detrás de la playa como el ejército mudo que protege la costa de las hordas del hambre. Y hoy, el tren Lunatic Express sigue escalando las colinas de Rabai desde la isla para despertar del espejismo tropical a la pétrea sobriedad del desierto de Taru. Y así, la línea del ferrocarril es todavía en muchos lugares el único claro en el infierno de espinos, este interminable Nyika... No importa que ya los continentes, siquiera las ciudades, no tengan más puertas que las del aeropuerto, esos dedos metálicos que agarran los aviones a la tierra. Tampoco que la mayoría de los forasteros hoy baje desde el cielo directamente a Nairobi, buscando el aire fresco y limpio de las Tierras Altas desde el aire fresco y limpio de Europa. En lo que a mí respecta, Mombasa siempre será la puerta de Africa. Y sin pasar por la puerta, uno nunca llega a entrar.