Little Kulala (Sossusvlei), barcos de arena

Javier Yanes


(Publicado en 'Lunas de Miel' nº10, primavera de 2004)

Todo viajero en África aprende rápidamente que por cada topónimo africano suelen registrarse varias versiones sobre su origen y significado, que varían desde lo evidente –lugar con agua– hasta lo poético –viento del diablo–, pasando por lo inane –Nyanza fue el nombre del lago Victoria; la palabra significa “lago”–. Si en un suponer, Namibia significase “nada”, a nadie extrañaría. La nada apabulla, abarrota, ofusca al occidental hiperestimulado y neuroextenuado. Sossusvlei es un pedazo de la nada, y Little Kulala es un refugio cautivador para no hacer nada en un pedazo de la nada. De acuerdo, hasta la nada oculta secretos inauditos. Pero sería ridículo desvelarlos en el primer párrafo.

"¿Por qué a todos estos animales les gusta vivir aquí, en el desierto?”, resuena la pregunta con mecánica precisión cada vez que, por vez primera ante unos ojos vírgenes en paradojas namibias, la cornamenta abrupta de un oryx rompe la curva monótona de las dunas. “Los animales no aman la penuria. Aman la vida. Y en este desierto nadie quiere vivir, excepto ellos. Los gorilas de montaña de Uganda no viven en la montaña por afición a la escalada, sino porque el hombre ocupó sus tierras y debieron huir a donde el hombre no llegó. Aquí los animales vivían donde había comida, pero el hombre blanco los echó de sus granjas. Ahora sólo beben el rocío, vagan por las arenas y, si sobreviven, encuentran pareja”. George responde a la turista americana con una admirable y socrática racionalidad, descifrando en treinta segundos la historia zoogeográfica del planeta Tierra, la teoría darwiniana de la supervivencia del más apto, y la dovela del conflicto del desarrollo sostenible: la explotación racional de los recursos o la colisión entre conservacionismo y desarrollismo. La turista americana y su marido sonríen, “you’re soooo funny George!”

George, nuestro guía, habla de los herero. Los herero y los himba son dos versiones alternativas de cómo sobrevivir a los tiempos modernos, unos se calzaron el traje colonial alemán y los otros cerraron los ojos al progreso. En el balance final, el nomadismo se diluye en una sopa de maíz y Coca-Cola, que ambos atan al hombre a la tierra, el primero directamente, la segunda a un billete, después a una billetera, después a una cuenta corriente y finalmente a una hipoteca a plazo fijo. Lentamente, la misma senda toman los nama, kavango, owambo y damara. Estos últimos hablan un dialecto khoisan, la lengua propia de los san o bosquimanos, una enigmática forma de comunicación que utiliza chasquidos con la lengua y apasiona a los antropólogos. Los san han conservado costumbres y feudos durante más de 25.000 años, aunque hoy la pureza del estilo de vida cazador-recolector se diluye… ¿adivinan dónde?

La pregunta de la mujer norteamericana se formula en las inmediaciones de la Duna 45, el duomo fantasmagórico y fotogénico de Sossusvlei donde los troncos se retuercen sobre el castigo infernal de un suelo de arena y sal que a mediodía bulle a 65º centígrados. Entonces la arena se funde y se traga las botas, y no hay suficiente aire en el aire para llenar los pulmones sin escaldarlos. Al amanecer, momento compatible con la vida humana, las dunas retienen una cáscara de escarcha que sostiene nuestros pasos y los del oryx. Al antílope en semitonos de gris le acompaña una invisible legión de homeless de las arenas, las criaturas que beben el rocío, animales que custodian el oro de este Arrakis terrestre, escarabajos, zorros, víboras y lagartos, que sobrellevan las crisis agudas del termómetro entre el día y la noche suplicando siquiera un miserable lecho de liquen para refrescar el vientre.

La duna Big Daddy en Sossusvlei es fin de trayecto, la terminación nerviosa del cauce seco del Tsauchab que inerva el desierto del Namib hacia la costa para derramar las aguas que nacen y mueren en la arena, y esto ocurre sólo cuando la lluvia no se evapora antes de tocar el suelo. La dureza del paisaje es extrema hasta regresar a Little Kulala, nuestro campamento. Little Kulala está plantado en esa esterilidad de la nada namibia como un dardo en un mapamundi. Cuando uno lo ve aparecer bailando sobre el horizonte, es difícil presagiar la calidez humana que impregnan a aquel páramo el propietario italiano Gianpietro Olivotto –Pepe, afirma saludando con mano extendida– y su mujer germano-namibia, Tinka. La niña, Alice (pronúnciese con fonética italiana, “Aliche”) es un cuerpecito diplomático de 3 años en este lugar apartado, y el antídoto perfecto para cualquier huésped tentado de esgrimir ínfulas de cosmopolitismo capitalino: habla italiano con su padre, alemán con su madre, afrikaans e inglés con los huéspedes, y nama con la niñera que trata de contener la estampida perpetua de una niña que crece libre.

El campamento colma los sueños de cualquier expedicionario y supera a todos esos lodges con bosquecillo. Las cabañas, ocho solamente, están amuebladas al detalle y respiran a través de cortinajes de muselina en colores claros que alivian el calor cuando flotan con la brisa. La piscina y los salones se inspiran en el minimalismo manierista del paisaje, un absurdo conceptual expresado en la imagen de la acacia solitaria, nudosa y violentamente torturada contra el telón plano de la arena. Desde la terraza común, con un cocktail en la mano que aparece por prestidigitación –el personal es, de tan discreto, más que personal, íntimo–, uno se hunde en la silla para disfrutar de ese nihilismo paisajístico y dejarse atropellar salvajemente por la nada.

El vuelo en globo forma parte de nuestro plan. Los dos aerostatos se elevan sobre las llanuras vacías antes de la aurora. Hervé, uno de los pilotos, es un Cocodrilo Dundee belga que abre las botellas de champán con un machete para impresionar a las damas, y ciertamente en lugar tan despoblado no es difícil ser el más chulo, aunque Hervé se asegura de que no quepan dudas. Su colega, Thierry, gobierna nuestra aeronave con más discreción, al pairo de un viento suave que no sentimos porque vamos exactamente montados sobre él. Desde la cesta, es el suelo distante el que se mueve, un baile de luces que corre callado bajo nuestros ojos, dibujando un fresco de llamas encendidas que se parten en el dintel afilado de cada duna.

Uno se acostumbra a aquella cadencia, a la filosofía del oryx errante que aparece como si lo montara un jinete invisible en la eterna travesía que comienza en ninguna parte sin intención de llegar nunca. El oryx tiene mucho tiempo para pensar y nada en qué pensar. O sí. Pienso en la noche desde mi cama al raso, sobre el techo de la cabaña, mientras contemplo los cuerpos celestes, la alfombra de la noche estrellada, la nada infinita del espacio desde la nada infinita de Namibia.