Juan Ramón y Cajal

Javier Yanes


(Publicado en 'VIB Visa Iberia Magazine' nº4, invierno de 2006)

Celebramos en 2006 los aniversarios de dos premios Nobel españoles, cien años de Santiago Ramón y Cajal y cincuenta de Juan Ramón Jiménez. Con el prestigio de la Academia sueca en entredicho por las esquirlas políticas que salpican los galardones, resulta aún más imprescindible regresar a tiempos en que la competición se ganaba sólo a golpe de talento, y a dos genios que abrieron brechas insospechadas en la proyección internacional de un país a menudo tan desdeñado como lo fue, en sus inicios, el trabajo de estas dos figuras universales.

Recordaba Juan Ramón cómo pase ando por Madrid, con su icónica s emblanza de párroco asotanado en líneas tan puras como sus versos, tuvo que levantar las enaguas de sus encías an te un somatén de anarquistas para probar que no llevaba dientes de oro. Otra enti dad sobrenatural encerrada en cuerpo de sacristán, Ramón y Cajal, se sentaba sobre la cama en infinita perplejidad, junto a su mujer que sostenía en brazos a su hijita de tres años, muerta de meningitis mientras el científico estaba enclaustrado en el ocular de su microscopio y no alcanzaba a es cuchar la brutal agonía.

No hay imágenes tan reveladoras de la barrera entre nuestro mundo y el del genio como la de estas co lisiones del espíritu puro contra la dureza de los escombros, el poeta sometido a cri terios de cría caballar, desabrochando im púdicamente sus belfos ante un pelotón de trogloditas vociferantes, subastado en lonja por el valor de las partes de su cuer po en cuya existencia ni había reparado, o el científico enfrentado a la muerte de su hija, el dolor de la carne ante la pasión abstraída y anestesiada del conocimiento.

El cerebro del genio es una masa encefáli ca como cualquier otra, si la hubiera teñi do y dibujado Cajal, con sus neuronas ex tendidas transmitiendo un minúsculo y anodino chorrito de amperios enanos. Sin embargo hay en ellos algo que no se pue de pintar, ni contener, una bolsa de gas re activo a presión que pugna por encontrar una grieta de escape y reaccionar con un sustrato al que transformar en una obra maestra, ese mismo sustrato que todos los demás podemos ver y tocar, pero que no vemos ni tocamos de la misma manera que ellos, ni convertimos en el mismo producto, porque nuestro cráneo está lle no sólo de gases más o menos inertes.

El genio, la mente creadora, trabaja en su ca beza desde dentro. Para él la temática, el sustrato, es una anécdota, y las barreras disciplinarias son tan incomprensibles co mo empobrecedoras. Tanto Juan Ramón como Cajal pintaron en sus años jóvenes, se diría que en las puntas de los dedos ter mina el chorro eléctrico del cerebro y a la fuerza debe salir por ahí con el primer pincel que se encuentre a mano. Pero una vez que se doma el talento a lo largo de la vida, los genios tienen la misión y la obli gación de encontrar su grieta particular mente cómoda, la hendidura de su cabeza por la que liberar y canalizar el torrente creativo incontenible, y remover paletadas de tierra para conseguir, en el tiempo que dure su existencia, vaciar el mayor cubica je posible de su volumen craneal.

Su vida es un perpetuo e intenso autoa nálisis encaminado a desentrañar los mis terios y vericuetos de un maravilloso órga no que casi llegan a contemplar como al go ajeno a ellos mismos, con vida propia, quizá esa identificación con lo divino a la que llegó Juan Ramón al final de sus días. Un objeto de estudio externo con el que se juega y al que se pone a prueba para ob servar y describir sus respuestas ante dife rentes sustratos enzimáticos, hasta conju rar esa única y perfecta combinación de ingredientes, condimentos y parámetros ambientales capaces de disparar el chispa zo sublime: la creación de la belleza. Cien cia hecha poesía, o al revés. Que por qué Ciencias y Letras iban a ser mutuamente excluyentes, si Ciencias tiene más letras que Letras, y las Letras existen porque nos formamos con-ciencia.

Después, muchos años después de que muera el genio, Otros siguen escudriñando los secretos de todo lo que aquél, en vida, logró desenterrar de su mente. De la tierra removida se rescatan piezas sueltas, frag mentos incompletos cuya ubicación origi nal tal vez se ha perdido, y que los ar queólogos de lo intangible se ocuparán durante décadas de cuadrar en rejillas nu meradas como las excavaciones de campo. Aún mucho después de su muerte, el ce rebro del genio es recuperable, porque ha sido destilado en su esencia, descifrado en una cadena interminable como un código genético de la sensibilidad artística, y una vez que las letras de la sopa han sido escu rridas y colocadas una detrás de otra sobre el pentagrama de sus circunstancias bio gráficas, los descubrimientos arrojan nue vas luces, nuevos colores y nuevos senti dos. Así otros hablarán durante años de facetas de su creación que él mismo nun ca pudo sospechar, porque estaban, sin que él lo supiera, sepultadas bajo kilos de tierra.

Si en esa sistematización del contenido neuronal de los genios, por imaginar, pu diéramos separar y clasificar las ideas abullonadas, ordenadas al estirar el cordel que las engarza, sin duda las hubiera llegado a dibujar Cajal en sus bocetos histológicos. Y así ellos, los genios, habrían podido en contrarse con su imagen en el espejo y su frir la rabia de Calibán, asumir que su de signio es morir para vivir, morir al mundo real y a sus afanes, liberarse de nuestra triste condición innata de palafreneros a peonada para no ser víctimas del epitafio de Tom Peters, pudo haber hecho grandes cosas de no haber sido por su jefe.

Tanto Juan Ramón como Cajal padecieron los inconvenientes de esa etapa transitoria en la existencia inmortal del genio, ignora dos, desdeñados y hasta ridiculizados por sus coetáneos. Cajal se asomaba a los con gresos científicos con el forro de los bolsi llos colgando, embistiendo con su cabeza baturra sobre la tapia de los alemanes muy pagados de sí mismos, pero como él decía, cuando un aragonés se empeña, que le echen alemanes. Juan Ramón recibió un telegrama de sus amigos Buñuel y Dalí que le felicitaban por su Platero, el burro más burro de todos los burros que habían conocido. Ellos estuvieron casi recluidos en la soledad de quien habla un lenguaje incomprensible para los demás, desafecta dos del mundo y la política, impopulares, descolgados de la manada. No hubo un 27 sin República y hay quienes dicen que Juan Ramón huyó tanto de su ausencia como de su presencia. Por su parte, Cajal defendía un modelo de estado, que entonces no se llamaba así, que le haría huérfano de muchas tierras, incluyendo alguna donde vivió y trabajó. No había amor para la política, sólo para el amor como parte de esa búsqueda de la belleza. Amaron con desmesura, perdie ron a sus Silveria y Zenobia y apenas las sobrevivieron unos pocos años.

A ellos, como al Calibán de Wilde, les dolía tanto la rabia de no verse reflejados en el espejo de los otros como la de verse reflejados en el espejo de los otros, y ellos, como todos los Dorian Gray que han sido, viven en la belleza para siempre.