Japón invade Occidente

Javier Yanes


(Publicado en 'Viajando en Primera' nº6, marzo de 2004)

A mediados de la década de los 40 el siglo pintaba con balas trazadoras las peores predicciones de Nietzsche. Los ejércitos aliados engrasaban la maquinaria bélica de las armas tácticas y del ataque preventivo, un prólogo de la Guerra Fría que tendría la macabra pirotecnia de Hiroshima y Nagasaki como debut. Mientras, jóvenes del Cuerpo de Ataque Especial de la Armada y la Aviación japonesas aprendían a dominar el instinto de supervivencia en favor del jiketsu, una muerte honorable al servicio de un bien superior. Dejaban en tierra un verso pintado en kanji y un mechón de pelo negro, se ceñían a las sienes la banda del sol naciente y montaban sus Zeros para galopar sobre una corriente plateada que llamaron "viento divino", la primera expresión japonesa que escucharon con espanto muchos oídos occidentales: ¡Kamikaze! Desde el fin de la Gran Guerra y bajo intensa ocupación militar norteamericana, Japón no ha dejado de mirar a Occidente para reflejarse en las murallas de espejo de Manhattan con la rabia del Calibán de Rubén Darío, que desprecia aquel "materialismo yanqui", pero que no puede evitar desear lo que desprecia. Una cara de este bifrontismo tiene su raíz en el ceremonial religioso que arropa todos los aspectos de la vida japonesa. El sintoísmo exige la simplicidad, austeridad y desnudez estética que cultivan los mayores, en flagrante contradicción con el anhelo de sus hijos por lucir ojos redondeados con bisturí y cabeza rubia cosmética. Japón se debate entre tradición y tecnología, entre religión y consumismo, entre imitación e innovación. Pero si antes copiaban, aquello se acabó. Hoy exportan su cultura como un silencioso proyectil de blanco y ocre, de madera de haya y papel de arroz, que se ha estrellado sobre la cubierta de nuestra cultura, de nuestra gastronomía y hasta de nuestro sentido del buen gusto. A lo largo del siglo XX el viento divino de Oriente nos ha traído los samuráis, Kurosawa, Godzilla, Shogun, Yukio Mishima, el toyotismo, el walkman Sony, el índice Nikkei, el judo y el aikido. El manga. El futón. El kimono. El bonsai. Los arreglos florales ikebana, la poesía haiku y el origami o papiroflexia. El budismo zen. El masaje shiatsu. Kenzaburo Oe. El karaoke. El sushi. El sake. Prepárense: ya están aquí. Mañana el sol nacerá por poniente.

ESCENA 1

Apertura

Al grito de "¡Larga vida al Emperador!", la katana rasga el telón de carne del abdomen, de izquierda a derecha y en vertical, vertiendo las vísceras al suelo según el procedimiento del suicidio ritual seppuku, conocido en Occidente como harakiri. El código medieval de los samuráis, el bushido, contempla la autoinmolación como un imperativo de sacrificio honorable que exige una muerte intensamente dolorosa con una puesta en escena dramática, casi rozando el glamour. Corte de claqueta y de cabeza. Toma válida. La escena se representa ante la mirada fija de las cámaras de televisión y bajo el zumbido de los helicópteros. La sangre no es de pega. El escenario no es el Japón medieval, sino el cuartel de las Fuerzas de Autodefensajaponesas en Ichigaya. El inmolado es un prolífico y genial escritor, excéntrico y extremista, imperialista fanático, vigoréxico obsesivo, homosexual narcisista y fetichista del sado. Aquel 25 de noviembre de 1970 se resolvía una cuestión que cerraba una etapa de sangre inflamada en la historia del Japón. Muchos consideran que el Imperio no murió en 1945 con la firma del acta de rendición en el USS Missouri fondeado en la bahía de Tokio, sino con el suicidio de Mishima. Bajo el seudónimo de Yukio Mishima, Kimitake Hiroaka dejó un inmenso legado literario que rozó el cielo del Nobel, donde las puertas se le cerraron por su franca aproximación al fascismo. El primer Nobel japonés, Yasunari Kawabata (1968), decía que un autor como Mishima sólo aparece cada 300 años. Persiguiendo su idea perfecta de la belleza, más cercana a la acción que al arte, Mishima hizo proclamación literaria de su homosexualidad y cultivó sus músculos para retratarse en poses culturistas, emulando incluso el martirio de San Sebastián en el cuadro de Guino Reni, una imagen que le erotizaba desde joven. Su profunda agonía por el esplendor imperial perdido y por el sufrimiento, a sus ojos, de una nación humillada y entregada a las potencias extranjeras, su rechazo de una constitución antimilitarista impuesta por el poder norteamericano, le descarrilaron cuesta abajo por el camino de la regresión hacia un embrión de neoimperialismo embebido en los jugos del fascismo moribundo. Su momento culminante, el que le concedería la gracia que sólo toca en el hombro a los dioses atormentados y a los cadáveres jóvenes, fue el asalto militar al cuartel donde reclamó, al frente de una facción de seguidores de su Sociedad del Escudo (Tate no kai), la rebelión del Imperio frente al invasor norteamericano. El fracaso de su levantamiento, aún más estético que ideológico -su discurso ahogado por las carcajadas de los soldados-, le abocó a la salida del suicidio ritual.

ESCENA 2

La Generación Beat de Gary Snyder, Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg espolvorea sus alucinógenos con un picadillo del budismo zen y la poesía haiku. La sombra de Japón se ha proyectado sobre las vanguardias culturales del siglo XX en Europa y Estados Unidos. Mucho antes, el influjo japonés ya había calado en autores de Occidente a través de esa forma minimalista de poema en diecisiete sílabas, el haiku, una seguirilla oriental que el poeta mexicano José Juan Tablada injertó a la lírica hispana y que tentó a Machado, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Lorca o Cernuda. Octavio Paz teorizó y tradujo el haiku y Borges fue rendido admirador de la cultura japonesa y de la obra del escritor Lafcadio Hearn, greco-irlandés por origen y japonés por elección. En contra de lo aparente, el haiku es un reto de síntesis y sentido, un esquema formal simple que debe transmitir la intuición conceptual de un hecho presente, como un relámpago de percepción. Para Ramón Gómez de la Serna, el haiku es un "telegrama poético" y el músico y poeta punk británico John Cooper Clarke ironizó sobre él: "Writing a poem / In seventeen syllables / Is very diffic". Fuera de España, la lista de autores influidos por el haiku es inmensa, incluyendo a Ezra Pound, James Joyce y D.H. Lawrence.

ESCENA 3

La espuma de la nueva ola trae a la España de los 80 algo que, a falta de un nombre más digno, llaman "la movida". A ras de suelo discurre una cultura desapercibida que absorbe el eco de la Generación Beat y adorna con cueros y tachuelas la iconografía, tan punk, de Mishima. El neofalangismo no lo quiere por maricón, pero el movimiento gay lo rescata como figura decorativa y reivindicativa. Cuando retiran el cadáver de la posmodernidad, queda un hueco que algunos prefieren no rellenar, sino dejarlo vacío y pintarlo de blanco. El estilo japonés en cocina y decoración dirige las inclinaciones del joven profesional urbanita desde aquellos días de gomina, coca y squash.

ESCENA 4

Kurosawa rueda "Los siete samuráis". John Sturges se los lleva al Oeste, los convierte en siete magníficos, da algo que silbar a varias generaciones y engancha a nuestras madres y abuelas al atractivo de un calvo con cara de ruso. Cintas japonesas rellenan las estanterías de las filmotecas y Sergio Leone acompaña los spaghetti de sus western con un buchito de salsa de soja. La Guerra de las Galaxias y Blade Runner hacen guiños al cine nipón. Koji Suzuki, autoproclamado el Hemíngway japonés, nos aterroriza como nadie desde la niña de la cabeza giratoria, con la adaptación hollywoodiense de la historia de otra niña (The Ring); ésta nos espanta sólo por tener una melena sucia sobre la cara y un ojo que mira como los del mostrador de la pescadería.

ESCENA 5

Flashback. San Francisco Javier recorre el Japón y tiende el puente para una colonización errática y turbulenta. Españoles y portugueses primero, comerciantes holandeses después, cargan sus bodegas con mercaderías orientales que los europeos les quitan de las manos para añadir una pincelada de exotismo a cualquier residencia donde la exhibición de poder colonial sea símbolo de estatus. Desde entonces, la impregnación cultural entre Japón y Occidente es un romance intermitente.

ESCENA 6

Varios siglos más tarde. Se celebran los esponsales entre Japón y Occidente. Se firman sobre cheques emitidos en dólares o yenes y se retransmiten en directo en pantallas Jumbotron de Sony. La lista de invitados se publica en el Wall Street Journal. Los novios viajan en Toyota, Mitsubishi, Honda o Nissan y desembarcan en Japón de luna de miel. En la noche de bodas la novia exige un protocolo cuya correcta ejecución puede determinar la diferencia entre el éxito y el fracaso en una operación comercial: las mujeres ceden el paso a los caballeros, está mal visto sonarse la nariz, es mejor usar las manos para comer que utilizar los palillos sin destreza, en muchos lugares es obligatorio descalzarse y el contacto físico e incluso el visual se reemplazan por la reverencia, más profunda cuanto mayor es el respeto que se desea mostrar. La tarjeta de visita es la representación fiel de la propia persona y, por tanto, debe tratarse como se haría con el representado. Se entrega y se recoge con ambas manos, se lee atentamente y se guarda sin doblar, nunca en un bolsillo trasero del pantalón.

ESCENA 7

Gran final, donde se desvela el destino de los personajes. Desde los tiempos en que regía el bushido, la sociedad japonesa ha ido escurriendo el lastre de la severidad imperial y empapándose del hedonismo global. Los hijos del matrimonio Occidente-Japón en ambos hemisferios son gemelos casi idénticos en la mesa, en el cómic, en el cine y en la consola de videojuegos. Las encuestas revelan que los japoneses de hoy definen su país como una cultura occidental enclavada en Asia casi por capricho geográfico. En la última toma, Mishima levanta su calavera, separada del cuerpo, y con una cuenca vacía contempla cómo el imperialismo japonés en el planeta ha cambiado el rojo del sol naciente por el amarillo blando y amorfo de Pikachu. Hay que repetir la escena 1. Fundido y fin.