Identidad

Javier Yanes


(Publicado aquí)

Alguien me contaba en una ocasión que para él viajar era la evasión absoluta, el aparato para escapar de su casa, de su coche, del portero de la finca –“buenaaas...”, “...díasss”–, del mismo jingle inane en la radio día tras día a la hora de la ducha –“pipiripipiiii... atasco en la nacionaaaal...”–, de su comunidad de vecinos que convoca reuniones iniciáticas para conspirar contra él, y sobre todo, de su trabajo, “venga a mi despacho inmediatamente para recordarme su extensión y regrese rápido a su silla, que le voy a llamar”. Tiempo después volví a encontrarlo, cariacontecido, y me confesó que aquello no terminaba de funcionar, porque si bien quebraba la escayola de la rutina, ni siquiera viajando conseguía desembarazarse de sí mismo. Como se tenía por un tipo más bien plúmbeo y anodino, estaba empezando a acariciar la posibilidad de contratar a alguien para que se marchara de vacaciones por él, no por cuestión de justicia social –dar de viajar al sedentario–, sino para que a su vuelta el figurante le contase lo bien que él podría haberlo pasado si hubiera hecho ese viaje personalmente, pero siendo el otro, el doble. En cierto sentido la reflexión de mi amigo me recordaba a quien arroja a su pareja a los brazos de un desconocido para demostrarse lo acertado que estuvo al elegir una persona con tan alto potencial de placer, y lo bien que podrá pasarlo el día que decida ponerse a ello. Si esto se puede considerar patológico o no, creo que no me siento capacitado para emitir un juicio. Pero me trae al pensamiento la infinidad de veces que he cruzado una frontera y tenido que demostrar que realmente yo soy yo. Siempre me he preguntado por qué un juramento, sobre el volumen que eventualmente a cada uno le resulte más sagrado, sea Biblia, Constitución o Catálogo de Ikea, es prueba suficiente para un señor muy serio con toga y años de carrera y oposiciones, y en cambio para un guardia de frontera con acné juvenil la validez que se le admite a un documento oficial con la foto de uno depende de si la vida te ha currado más o menos desde que te hiciste aquella foto, alguna ojera de más y alguna peca de menos, o de si ya no se llevan los pelos cardados y hay que ver cómo podía ir yo con esas pintas por la calle. El caso es que, decía, no me siento cualificado para juzgar a mi amigo, porque en algún caso un guardia de fronteras especialmente tozudo me ha hecho incluso dudar de mi propia identidad, embistiéndome con una mirada escrutadora que parece penetrarme los rasgos hasta el cogote, mientras siento que en mi rostro comienza a dibujarse, seguro, una mueca nerviosa que me está desfigurando las facciones y me aparta irremisiblemente de mi propia fisonomía estándar, que con esta expresión hasta mi madre negaría la autoría de mi ser, que ya no recuerdo cómo suelo cerrar la boca cuando estoy tranquilo, si es con los dientes superiores por delante de los inferiores o al revés, mientras el guardia se sorprende con el ridículo movimiento de mi mandíbula y comienza a ladear la cabeza muy despacio, y en el hilo de saliva que asoma chorreando por mi comisura consigo colgar un tímido, "oiga, que soy yo", a lo que el guardia responde con rudeza "eso no es usted quien tiene que decidirlo, ése es mi trabajo". En fin, que he pensado ofrecerme a mi amigo como doble de viajes. Quizá con su pasaporte me sienta más seguro a la hora de cruzar las fronteras, porque a diferencia de mí, él dice que está completamente convencido de ser él.