De elefantes y hombres
Javier Yanes
(Publicado en 'Lunas de Miel' nº9, invierno de 2004) Mira, te lo voy a explicar otra vez. Y despacito, para que lo entiendas. ¿El hombre? El hombre es una criatura sorprendente, extremadamente habilidosa, qué duda cabe. Su éxito incontestable en el concurso de la evolución consiste en que, un día ya lejano, estiró el cuello para mirar por encima. Y lo que encontró fue algo curioso, insólito: un horizonte. Tan hechizado quedó por aquella línea donde el cielo terminaba que levantó las extremidades anteriores del suelo para observarlo mejor. De repente, descubrió que así tenía un punto de vista más elevado sobre la llanura, dominando las hierbas altas en las que se escondían sus enemigos. Sus ojos miraban al frente y le permitían apreciar las distancias, siempre vigilante. Al mismo tiempo que ganaba en perspectiva , esto le dejó dos miembros libres para dedicarlos a otras tareas. Pensando en qué podía emplear aquellas manos ociosas, rascó, golpeó, escarbó, y un día llegó a generar un prodigio de la ingeniería del hueso y la carne: un dedo que se opone a los demás, formando una pinza con la que podía colgarse, trepar, agarrar, ¡agarrar! ¿Se puede concebir una innovación más astuta? Dale un pulgar y moverá el mundo. Con sus dedos hábiles, largos, flexibles y separados, comenzó a manipular y trabajar trozos de piedra y de madera, a tallarlos, afilarlos, esculpirlos, y a medida que crecía su preocupación por estas manualidades se convirtió en el maestro de las técnicas de caza. Tal fue la ventaja que le daban sus manos que fue aprendiendo a caminar sobre las dos patas traseras, ¡a correr incluso! Eso sí, muy torpemente, pues perdía el impulso de los miembros anteriores y la posición de sus caderas le hacía incapaz de galopar como los demás mamíferos. A la hora de correr, el hombre es el más patoso de todo el reino animal. Apenas puede vencer a una simple ardilla. Pero aprendió a cazar al acecho y así consiguió que su falta de velocidad no fuera una desventaja; prescindió de la huida como táctica de supervivencia. Se escondía en cuevas, donde utilizaba sus manos para crear máquinas cada vez más sofisticadas, luego salía a cielo abierto y se ocultaba tras las rocas para llegar con sus artefactos allí donde su mano no alcanzaba. Cierto que las cosas no siempre salían bien. Pero el hombre hizo un descubrimiento fascinante: podía aprender de sus errores. Y así fue entrenando sus manos, perfeccionando sus artes y al mismo tiempo, cuanto más aprendía, más desarrollaba su inteligencia. Aunque, en el fondo, nada de esto es mérito suyo. Los más torpes de entre todos los torpes, aquellos que no conseguían manejar sus armas con destreza, acababan despedazados entre las fauces de sus enemigos. Los más habilidosos lograban sobrevivir y aparearse, y así engendraban hijos tan habilidosos como ellos que inventaban nuevas estrategias para procurarse el alimento. Los que no servían ni para tallar los utensilios eran relegados al último peldaño de la jerarquía y sólo podían rebañar las sobras de los más fuertes. En tiempos de escasez, los débiles y los de bajo rango social morían de frío y hambre. Sólo los más preparados resistían lo suficiente para propagar su sangre, y de aquella simiente nacía una prole cada vez más erguida, más numerosa, más hábil, más robusta. Así, generación a generación, por fin el hombre se sintió el Rey de la Creación. Y sólo puede haber un Rey. Unos contra otros lucharon por alcanzar la supremacía, y el hombre se enzarzó en una guerra sin fin durante miles de años. Las alianzas se rompían y se creaban para después volverse a romper y a crear, atacando y defendiendo, invadiendo y rechazando, traicionando y conspirando, siempre batallando, siempre matando. Y cada vez un nuevo Rey. Y el Rey necesitaba honores, necesitaba anunciar su poder, amedrentar a sus enemigos, dejar rastro de sus victorias. Y su lenguaje primitivo evolucionó hasta convertirse en una herramienta de gloria y alabanza, de historia, de cultura, de arte. Pero todo aquello, en el fondo, no era más que un instrumento al servicio del poder. El hombre destruye la historia y la vuelve a fabricar a su antojo, y cada nuevo Rey crea no sólo el mundo que es, sino todos los mundos que fueron. En realidad, el hombre no es una criatura muy inteligente. Crea con suma facilidad lo que ningún otro ser vivo puede crear. Pero con igual facilidad lo destruye. Habilidoso, sin duda. Inteligente, no mucho. ¡El elefante, en cambio! El elefante existe desde antes que el hombre. Se ha mantenido durante miles de años en silencio, dominando los rigores del clima con su gruesa piel, dura y sensible a la vez, surcando sabanas y praderas como una flemática armada de navíos invencibles. El elefante averiguó que el tamaño le protege, y así creció sobre todos los demás mamíferos para erigirse en una montaña de huesos y músculo, invulnerable e inexpugnable. Claro, toda ventaja tiene también sus servidumbres, y tal corpulencia exige comer 200 kilos de hierba y beber 200 litros de agua cada día. El volumen ha obligado a encontrar soluciones a pequeños problemas de intendencia: para alcanzar el suelo desde las alturas, una trompa flexible con 40.000 músculos, que sirve también para respirar fuera del agua cuando hay que cruzar un río y que permite incluso agarrar los objetos más diminutos y delicados, casi como la mano del hombre. Para no morir de calor bajo tantos kilos de carne, unas orejas grandes y finas que refrescan la sangre. Para evitar el estrépito y pasar sigilosos, almohadillas bajo los pies. ¿Y qué hay de la estructura social, de la comunicación? El elefante enseña a sus pequeños y guarda el conocimiento de la manada en posesión de la hembra más vieja, un tesoro cultural para todos los miembros del clan. Los clanes pueden reconocerse entre sí por su sonido, e incluso transmitir mensajes a larga distancia a través de la vibración del suelo, percibiéndola con los sensitivos cojines de las patas. Cuando un elefante es viejo, se retira a su mundo de meditación. Y cuando muere, los demás lo lloran, lo veneran y preservan sus restos porque parte de él es entonces parte de ellos. La memoria siempre permanece. Los elefantes recuerdan. Sí, lo recuerdan todo... Recuerdan cómo quince orgullosos mastodontes fueron alineados por los persas para espantar a los ejércitos macedonios de Alejandro. O cómo treinta y ocho nobles paquidermos consiguieron que los pies de Aníbal el cartaginés volaran sobre el Ródano y las cumbres heladas de los Alpes para derrotar a las legiones romanas en Ticino, Trebia y Trasimeno. Treinta y siete de ellos dejaron sus huesos en el camino. O cómo Abul-Abbas, el elefante del Oriente, fue trasladado a través de medio mundo para ser entregado como ofrenda por el califa de Bagdad, Harun-al-Rashid, al emperador Carlomagno, quien lo movilizó en su avanzada contra los daneses. Desde Julio César al emperador cruzado Federico II, desde Heraclea a Mongolia, muchos conocieron su poder indiscutible y temblaron de terror cuando la tierra se sacudía bajo sus pies en la carga temible de los elefantes, panzers de la antigüedad... Batallas y más batallas para los hombres, gloriosas gestas para el elefante. Animal de culto y leyenda, origen del mito del cíclope, homenaje de reyes a reyes. Luis IX de Francia lo ofreció a Enrique III de Inglaterra para decorar la Torre de Londres y dar nombre después a todo un barrio, “Elephant and Castle”, el emblema heráldico de los cuchilleros londinenses. También lo regaló Alfonso V de Portugal a René d’Anjou, Manuel I al Papa León X, Juan III de Portugal al emperador Maximiliano I del Sacro Imperio Romano-Germánico. ¡Ah!, aquél fue el insigne elefante Suleimán, ídolo de las masas y musa proboscídea de artistas y poetas en la Viena del XVI. ¡Qué elefantes aquellos! Amados y admirados por los hombres, decorados, armados y enjoyados, retratados en las palabras de Hemingway, Orwell, Kipling, Dickinson, pintados por Dalí, Durero, Burgkmeier,... Pero también esclavizados para entretener, cargados de grilletes en los circos, majestuosos títeres, payasos tristes. Maltratados, incluso humillados como criminales por las leyes de los hombres. ¡Ajusticiados por delitos a los ojos de los hombres! El único animal que ha sufrido ejecución pública, ¡por electrocución y ahorcamiento! Y en el refinamiento de la crueldad humana, entrenados para exterminar a desertores y criminales aplastando sus cabezas como cáscaras de huevo. Elefantes y hombres, siempre unidos, compartiendo un mismo mundo y una misma fortuna. Dedos de la trompa y dedos de la mano unidos en una corriente eléctrica a través de la línea de la Creación, como en el fresco de Miguel Angel, pero si el hombre es el hombre, ¿quién es el dios? Nosotros, los elefantes, guardamos el verdadero secreto de la inteligencia: emplear más de la que se requiere y demostrar menos de la que se tiene. Así vivimos en paz. Y nunca, nunca, olvidamos. Necesitamos recordarlo todo. Y lo custodiamos con nuestro silencio. Somos los guardianes del pasado, del nuestro y también del vuestro. El hombre. El hombre... Una estampida reventó el silencio de la llanura, rebotando en los riscos como un trueno de goma. -¡¿Pero se puede saber qué coño haces?! -¡¿Y tú qué crees?! ¡Ese cabrón me estaba mirando directamente a los ojos! Ha sido sólo un segundo, pero parecía que sabía lo que iba a hacerle. Parecía que pensaba... -¡Joder, y tú, ¿piensas alguna vez?! -¡Yo sólo he pensado en meterle una bala entre los ojos a ese hijo de puta! -¿Y para eso tenías que vaciar un cargador entero? -¿Y qué cojones importa? Fred nos dará más munición. -Sí, claro, Fred. Eso si conseguimos salir de ésta. Gracias a tu habilidad, dentro de media hora tendremos aquí a todos los rangers del parque. Por no hablar del resto de la manada, que no andará lejos. ¿Y por qué coño tenías que matar también al pequeño? -Venga, colega, no me jodas. Estos cabrones nunca olvidan. ¿Ves? Justo entre los ojos. ¿Eso no es habilidad? -Cállate de una puta vez. Córtale los colmillos y vámonos de aquí a toda hostia.