James Dean, 50 años de causa sin rebelde

Javier Yanes


(Publicado en 'VIB Visa Iberia Magazine' nº1, primavera de 2005)

"Sueña como si fueras a vivir siempre.
Vive como si fueras a morir hoy."
James Dean (1931-1955)

Cuando se estrenó 'Rebelde sin causa', los comercios norteamericanos agotaron las cazadoras rojas. Hoy su imagen sigue vistiendo el maniquí de la rebeldía a la deriva y de la juventud perenne. Murió con 24 años, con sólo una película estrenada y fue merecedor de dos nominaciones póstumas a los Oscars. Ni Bogart, ni Elvis, ni Marilyn, sus compañeros en el 'Bulevar de los sueños rotos' de Helnwein, alcanzaron semejantes logros con una carrera tan fugaz. Hace cincuenta años, James Dean dejó su vida en un arcén de California. Desde aquel arcén, un Peter Pan de Marion, Indiana, emprendió el camino de las estrellas que no tienen edad, ni porvenir.

Los natalicios de celebridades de origen humilde son, creo, las únicas noticias de gran impacto que nunca salen en la prensa del día. La perogrullada lleva su redención, y hasta su aliciente, en la misma lógica aplastante de su evidencia: esta es una de las demostraciones irrebatibles de que los viajes en el tiempo nunca serán una realidad -piénselo un momento-. Los únicos viajes en el tiempo se recorren hacia adelante, avanzando un segundo cada segundo, y de esta manera se pueden salvar décadas o incluso siglos de una zancada. El 30 de septiembre de 1955, Donald Gene Turnupseed monta en su Ford Tudor para conducir desde San Luis Obispo, donde estudia, hasta su casa en Tulare para pasar el fin de semana con sus padres. Enfila la carretera 466 hasta llegar a la intersección con la 41, donde frena para girar a la izquierda. No hay tráfico a la vista. Falta un minuto para las 6 de la tarde y el sol de final de verano chorrea pegajoso por el cielo californiano. Al girar para tomar el desvío y cuando sus ruedas invaden el carril contrario, un Porsche de carreras rompe el lienzo inmóvil de la tarde en dirección opuesta, disparado como una bala de plata sobre el alquitrán caliente. A unas 100 millas por hora, encuentra en su trayectoria el Ford de Turnupseed.

Ninguno de los dos conductores puede reaccionar a tiempo para evitar la colisión frontal. El deportivo acaba, según palabras de un testigo, como un paquete de cigarrillos estrujado. A pesar de la violencia del topetazo, Turnupseed lo salva con algunas magulladuras y cortes. Es de suponer que compró otro coche y prosiguió con su rutina, estudiando en San Luis Obispo y conduciendo hasta Tulare los fines de semana. El copiloto del deportivo, el mecánico Rolf Wuetherich, sale catapultado y se tritura varios huesos contra la pista de asfalto, pero vive. El accidente sólo se cobra una baja, el conductor del Porsche. Queda comprimido en la maraña de metal y se rompe el cuello. Moría minutos después. Se llamaba James Byron Dean.

De acuerdo. Algunas versiones apuntan que la velocidad del Porsche era menor, que su conductor tuvo tiempo suficiente para ver el Ford que iniciaba la maniobra, que esperaba la reacción del otro cediendo el paso al vehículo contrario antes de girar, que no fue así, que la luz del crepúsculo pudo camuflar el gris plata del deportivo y despistar a Turnupseed, que la culpa, toda la culpa, fue del negligente conductor del Ford. Qué importa. Quizá esta teoría refleja un dogma de pensamiento según el cual los ídolos necesitan una redención histórica para justificar moralmente su cuota de inmortalidad, una vez comprobado que su memoria permanece incorrupta. O quizá no. Pero con culpa o sin ella, el viaje meteórico de James Dean a través del tiempo nunca ha pisado el freno desde entonces, atravesando décadas de modas que se que- man en su propio brillo.

Cincuenta años después, James Dean aún es una marca, un logotipo de la rebeldía, una sinopsis de la juventud exultante e insultante. De no haberse cruzado Turnupseed en su camino aquella tarde, quién sabe qué sería de él ahora. Un anciano acartonado peinando trasplante capilar y pilotando coches de carreras. O quizá habría acabado como Marlon Brando, haciendo pequeños cameos, soberbia sabiduría interpretativa aplastada bajo su formato de Big Mac humano. Le hubiéramos podido ver en producciones de cine independiente, o haciendo reír a los niños bajo kilos de plastilina y maquillaje en alguna secuela de Barman. ¿Ése es James Dean?, quién le ha visto y quién le ve. O se habría encarnado en una lamentable réplica de Ringo Starr y su hechura de rebelde con caspa, enjoyado, rodeado de rubias neumáticas con la garganta más profunda que la mente, con aspecto de "narco" prisionero en celdas de Black Jack con barrotes de neón. O le hubiéramos visto reconvertirse en señor decente, papudo y canoso, haciendo secundarios de padre blandón y panzudo como su clónico Martin Sheen en la película Wall Street. De cualquier manera, el producto de ese experimento histórico no hubiera sido James Dean, sino otra cosa diferente. Para que viva el mito es necesario que muera la persona. Los únicos habitantes de! País de Nunca Jamás están muertos. James Dean no necesitó -y hay quien asegura que tampoco lo quiso- vivir el futuro para tener la oportunidad de traicionar su misión en la cultura popular contemporánea. Se limitó a representarlo, poco antes de morir. El Jett Rink de 'Gigante' termina su papel como un multimillonario báquico, pueril y megalómano, narcisista como el propio actor -que solía hacerse fotos frente al espejo-, pero con esa clase de narcisismo senil que nunca puede ser idolatrado sino compadecido. James Dean quedó congelado en el bulevar de los sueños rotos sólo unos días después de bordar el retrato de su propio futuro. La interpretación de ese último personaje era tan deplorable, tan poco entallada a su sonrisa adolescente de gorrión asustado, que en cierto modo fue su mejor actuación, la más fiel al personaje en el que corría el riesgo de convertirse: el método Stanislavski al revés.

Fue estudiando el método del actor ruso como Dean se acercó a su propio ídolo: Brando. El mito de James Dean se asocia erróneamente a la vis del actor visceral, sin escuela. No es cierto. Fue el niño prodigio del Actors Studio, donde conoció a Marlon Brando. "Dean nunca fue amigo mío. Pero tenía una idea fija conmigo. Todo lo que hada yo, lo hacía él. Siempre trataba de estar cerca de mí, y me telefoneaba constantemente", contaba Brando a Truman Capote en una entrevista en 1956. Dean ingtesó en la escuela-fetiche del arte dramático neoyorquino 22 años después de que ningún periódico diera la noticia de su nacimiento en Marion, Indiana. Creció sin su madre y viajó entre Indiana y California. Fue un estudiante mediocre, pero destacó en todo aquello que podía ejercitar con su cuerpo. Su ambigüedad sexual y los rumores de sus días corriendo esquinas adornan su leyenda de chico maldito e incomprendido. Su vida pública transcurrió en apenas un año. En abril de 1955, cinco meses antes de su muerte, llenó la pantalla lanzando piedras a una casa 'Al este del Edén', y su gesto distante y soñoliento le ascendió de inmediato a ese trono que ocupa el monarca de la masculinidad por el que todos los hombres se cambiarían. En los ratos que no competía en los circuitos de carreras, rodó 'Rebelde sin causa' y 'Gigante. Murió sin ver estrenada ninguna de las dos.

El 21 de septiembre, Dean compró un Porsche 550 Spyder plateado. Lo hizo decorar con su número en las carreras, el 130, y con su apodo en el set de rodaje de 'Gigante', "Little bastard". Pocos días después remató su papel en esta película con el reflejo de un fututo inevitable e insoportable. El día 30 subió a su nuevo bólido para viajar a las carreras de Salinas, California, en compañía de su mecánico y seguido por otros dos amigos en una ranchera. El mecánico dormitaba recostado en el asiento mientras cruzaban las montañas bajo una brisa límpida que peinaba el cabello del joven rebelde al volante de su deportivo. "La vida es maravillosa', el copiloto le oyó murmurar. Eran cerca de las seis de la tarde y el Spyder se aproximaba a la intersección de la 466 con la 41, cinco millas, cuatro, tres, dos, una... Eisenhower se recuperaba de un infarto, el huracán 'Janet' causaba 400 muertes en México, Perón emprendía el camino del exilio y Disney había estrenado 'La dama y el vagabundo'. Los chicos norteamericanos coreaban 'La rosa amarilla de Texas', se agarraban a la novia con los mambos de Pérez Prado y en la pista de baile marcaba las horas el 'rock alrededor del reloj' de Bill Haley: one, two, three o'clock, four o'clock, rock. Five.

Six.