La bestia dentro

Javier Yanes


(Rechazado en 'Viajando en Primera' por "asqueroso", publicado en 'Lunas de Miel' nº11, verano de 2004)

En la imagen, un explorador acribillado por horribles infecciones, amoratado y sanguinolento, acarreado en volandas entre violentos espasmos y delirios agónicos a la cabaña del “hombre-medicina”, quien le escupe en la boca y le corta las pústulas con un cristal roto… La escena termina con un brusco despertar sudoroso frente a una maleta a medio hacer. Es la noche antes del viaje. Y es que como terror atávico -porque tiene algo de atavismo el miedo a la frontera, a lo desconocido, a la hechura tirante del pez fuera del agua-, viajar desata en muchos una aprensión que les impulsa obsesivamente a mirar por encima del hombro, sanitariamente hablando, hasta que vuelven a pisar su propio felpudo: como en casa, en ningún sitio. La reciente estampa de calles orientales atestadas de mascarillas no es la mejor propaganda para las agencias de viajes. Ya lo decían las abuelas: nada cunde más que el pánico, excepto el atún. Cierto que quien viaja se expone a patógenos que no suele encontrar en el baño de casa, ni siquiera en el de ciertas gasolineras. Cierto que los trópicos, y la situación sanitaria de muchos de sus países, son una incubadora natural donde florecen sin control diminutos monstruos. Malaria, diarreas variadas, hepatitis, incluso gripe aviar, SARS o ébola, forman parte del vocabulario infernal de quien teme traer de su viaje más vida interior de la que se llevó. Pero respetando ciertas recomendaciones básicas y con una píldora de esa medicina universal, el sentido común, uno puede estar relativamente seguro de regresar a casa sin más bestia dentro que uno mismo.

El 8 de marzo de 1858, al capitán Speke le entró un escarabajo en el oído mientras dormía. Despertado por la molesta sensación de tener un regimiento de granaderos tocando a redoble dentro de su cabeza, corrió frenético por el campamento, aullando a diana y metiéndose los dedos hasta el puño, pero cuanto más lo intentaba, más pateaba el intruso contra su tímpano tratando de encontrar una puerta trasera. Ni la defensa medieval de la mantequilla fundida convenció al insecto de salir con las patas en alto. Histérico, Speke se hurgó con una navaja hasta que logró estoquear al bicho, no sin hacerse una escabechina que le costó una furiosa infección deformante y que casi le dejó sordo. Al cabo de seis o siete meses, el inocente escarabajo fue saliendo por entregas en paquetes de cera. La morbosa anécdota ha conseguido que Speke sea más conocido como el tipo del bicho en el oído que como el descubridor de las Fuentes del Nilo. Incluso ha llegado a engendrar una leyenda urbana, según la cual determinados insectos tropicales depositan sus huevos en el cerebro humano para asegurar el sustento de sus millones y millones de hijitos, quienes devoran la masa encefálica hasta abrir una ventana con vistas a la calle en el oído opuesto. Buenas noticias: la leyenda es sólo eso, una leyenda.

El lector avispado ya habrá concluido, “ajá, entonces igualmente falso debe ser ese rumor sobre un pez de la cuenca amazónica que se introduce por los orificios corporales”. Pues en este caso hay malas noticias: la historia es cierta. Este pequeño demonio se llama candiru o bagre espinoso (Vandellia cirrhosa) y es un pez urinofílico y hematofílico, lo que quiere decir que tiene la desagradable manía de sentirse atraído por la orina y la sangre. El ser humano es en realidad un anfitrión equivocado; el candiru es parásito de otros peces. Cuando es pequeño, unos 5 mm, sigue el rastro del nitrógeno excretado por las branquias, penetra en ellas, y allá que se instala clavando sus espinas afiladas para sorber la sangre del infortunado hospedador. Cuando en lugar de un pez, el excretor de nitrógeno es un incauto bañista desnudo, el ignorante candiru se introduce por vía uretral, vaginal o anal. Entonces no queda otra solución más que la cirugía, muy traumática, en especial si hay que recurrir a la amputación. Por suerte la naturaleza dispone un remedio herbal, extremadamente lento, eso sí, que mata el pez e incluso lo disuelve, si el paciente no ha fallecido antes de shock y bloqueo uretral. Se trata de la combinación de una planta llamada xagua o jagua y de un fruto que suele aparecer mencionado como “manzana buitach”, que vaya usted a preguntar a los oriundos de la Amazonía de qué se trata.

El candiru es el único vertebrado conocido que parasita a los humanos, vampiros aparte. Cierto que no todo es parasitismo: las picaduras y venenos variados de anfibios y reptiles pueden adornar cualquier relato tétrico de males del viajero. Pero hablar de peces, anfibios o reptiles, por intenso que sea el horror que en algunos puedan provocar las serpientes, no deja de ser referirse a la excepción. Quien se encuentre cara a cara con una mamba negra, o con una coral, una mocasín, una víbora del Gabón o una cobra real, y viva para contarlo, tendrá material para entretener o aburrir a amigos y familiares durante décadas, casi más por haberse topado con el reptil que por haber sobrevivido a la experiencia.

La amenaza tangible suele llegar de profundis, del mundo de lo más diminuto, no del propio bicho, por poco atractivo que éste pueda parecer. Aunque los insectos picadores pueden ser dolorosos y en algún caso mortales, sus costumbres parasitarias no suelen representar un riesgo serio. Es difícil imaginar que un ser humano pueda descuidar una herida abierta hasta el punto de que un gusano barrenador, nombre pomposo para la larva de una mosca, pueda anidar en ella y darse un festín sin que el portador lo advierta. En general el verdadero azote son los “pasajeros” transportados por los insectos, un elenco surtido de parásitos de todas las formas y tamaños, siempre a escala de microscopio.

En la legión de mensajeros de la desgracia, los animales portadores o “vectores”, destaca el mosquito. El del tipo Anopheles transmite la malaria o paludismo, la reina de las enfermedades tropicales, causada por un microorganismo llamado Plasmodium que infecta el hígado y la sangre. Y ciertamente el de la malaria es un caso sangrante. Una auténtica arma de destrucción masiva, silenciosa y devastadora, que según la Organización Mundial de la Salud infecta cada año a una cantidad que ronda los 400 millones de personas en todo el mundo, mata a más de un millón de ellas, y trunca la vida de un niño cada 30 segundos. La ironía es casi maquiavélica: una distribución en masa de algo tan simple y barato como una red anti-mosquitos reduciría drásticamente esta cifra, pero los gobiernos de algunos países gravan estos artículos con pesados impuestos que persiguen hacer caldo de una tentadora oportunidad de negocio. Mientras progresan los esfuerzos por obtener una vacuna eficaz, el viajero debe ceñirse a la quimioprofilaxis, una medicación que si bien no garantiza la inmunidad, en la práctica resulta eficaz en la mayoría de los casos, sobre todo cuando se combina con las barreras físicas para prevenir las picaduras.

Sin abandonar la malaria, en los relatos clásicos de los colonos se encuentran frecuentes referencias a un extraño mal llamado fiebre del agua negra o “blackwater”, que recibía su nombre de la orina negra de los afectados, de igual color que el presagio que se derivaba de ello. Incurable y letal, se ha asociado a una complicación neurológica de la malaria crónica agravada por un rechazo de la medicación, aunque hay quien sostiene que su origen es todavía una incógnita. Berkeley Cole, el amigo de la escritora Karen Blixen, muere de esta dolencia en la película “Memorias de Africa”, sin duda un recurso cinematográfico más romántico que la verdadera causa de su fallecimiento, un vulgar ataque cardiaco.

El problema, no obstante, no se reduce a la malaria, si es que de reducir se puede hablar con tales magnitudes. En el país de los vectores, el mosquito es el rey. Diferentes especies son portadoras de una completa lista de padecimientos, incluyendo nombres sonoros como el dengue y el virus del Nilo Occidental. Entre ellas destaca en el lenguaje del viajero la fiebre amarilla, causada por un virus y que puede ser mortal, pero cuya vacuna es muy eficaz.

En el capítulo de los vectores no podemos prescindir de un homenaje a la popular mosca tsetsé, insecto amenazador en todo cuento de exploradores, pero ni tan grande como las leyendas cuentan –sólo un aparente moscardón-, ni tan fiera como la pintan: ataca sobre todo a los animales, y tiende al hombre sólo por error; un vehículo todo-terreno es, a ojos de mosca, un animal grande, por lo que suelen colarse por las ventanillas con mucha más impunidad de la que emplean para rondarle a un simple humano a pie. Más pequeña es la mosca negra o símulo, que vive junto a las corrientes de aguas rápidas y es transmisor de la oncocercosis o ceguera de los ríos, causada por un gusano que tiene la molesta costumbre de colonizar el ojo. Un vector infame es la garrapata, una repulsiva criatura que tiene el dudoso honor de transmitir enfermedades como la encefalitis, la babesiosis, la ehrlichiosis, la enfermedad de Lyme o borreliosis, la fiebre de las Montañas Rocosas, el tifus rickettsial y otra larga lista de calamidades de nombres enigmáticos. No podemos dejar de mencionar otros agentes de plagas como las ratas, piojos, y lo que para muchos sería la cúpula directiva de la repugnancia, los piojos de las ratas.

Otros parásitos pueden infectar sin intervención de un insecto, simplemente por ingesta o incluso contacto cutáneo. Entre los primeros está el Vibrio cholerae, bacteria causante del cólera, que se transmite por el agua o alimentos contaminados, causa diarreas masivas y vómitos que en ausencia de tratamiento auguran una muerte por deshidratación y otras complicaciones. En esta misma categoría entran otras bacterias y organismos que producen infecciones digestivas, muchas de ellas asociadas a la típica diarrea del viajero –entre ellas la famosa Salmonella-, en general sin complicaciones severas y que suele curar a los 3-4 días en la mayoría de los casos. Igual forma de transmisión tiene la fiebre tifoidea, causada por un tipo de Salmonella que provoca síntomas mucho más graves que la clásica gastroenteritis alimentaria de la mayonesa. El tifus produce fiebres, dolores, erupciones y un estreñimiento que se transforma en diarrea con el empeoramiento de las lesiones intestinales, y que puede dejar al paciente convaleciente durante meses. En esta clase se encuadra también la amebiasis, originada por las amebas o Entamoeba histolytica, un organismo unicelular que disfruta con la falta de higiene y que en su forma más severa provoca la disentería amébica.

En cuanto a los que infectan por contacto, ciertos parásitos han aprendido a invadir el sabroso cuerpo humano penetrando directamente a través de la piel. Los casos más frecuentes entre los viajeros se dan por pisar con pies descalzos sobre playas, charcas o fangales, o por bañarse en zonas contaminadas. El anquilostoma es un gusano cuyos huevos se expulsan con las heces de los animales y contaminan los suelos donde caen. Las larvas penetran bajo la piel y se abren camino perforando túneles sinuosos, lo que se conoce como larva migrans cutánea. En general es benigno, pero algunas especies adaptadas al ser humano pueden abrirse paso hasta el torrente sanguíneo para acabar recalando en los pulmones, desde donde trepan hasta ser tragados por el hospedador y colonizar el intestino para madurar allí. La prevención es sencilla: usar zapatos. El esquistosoma o bilharzia es un parásito cuyas larvas se desarrollan en un caracol de agua dulce, para salir al exterior y nadar libres en las aguas. Atraviesan la piel humana y pueden instalarse en el hígado, riñones y otros órganos. Es la típica enfermedad del qué-oasis-más-apetecible-para-darse-un-baño, ergo la conclusión es no caer en el error de pensar que los nativos se bañan y están sanos. Vivos, sí. Sanos, no.

En este repaso por el abecedario de la enfermedad, sin duda quien tiene más sillones de la academia es la hepatitis, concretamente los A, B, C y E. Los dos primeros tipos tienen vacuna, aún no los dos últimos. La A y la E se contagian por contacto directo o vía oral, mientras que B y C requieren una relación más íntima, ya sea sanguínea o sexual.

En los últimos años han cobrado relevancia algunas enfermedades que se han dispersado desde áreas geográficas localizadas: el SARS y la gripe aviar. La primera, el Síndrome Agudo Respiratorio Severo, está causada por un virus de la familia de los coronavirus que se transmite por contacto cercano y que surgió por primera vez en el sur de China en noviembre de 2002. Tras extenderse en casos esporádicos a doce países, el brote fue finalmente controlado en julio de 2003. Los datos crudos arrojan un total de 8.098 pacientes infectados, de los que 774 murieron. En España se registró un solo caso, que se resolvió favorablemente. Por otra parte, la gripe aviar es un problema de gigantescas proporciones… para las aves. A pesar del revuelo mediático levantado en torno a esta enfermedad, los brotes detectados desde 1997 han afectado a poco más de 100 personas. El contagio se produce a través de las aves enfermas y el salto de especie –debido a una mutación genética del virus- tiene lugar de forma excepcional. No es descartable, aunque sí extremadamente improbable, que existan casos de transmisión directa entre personas. Los brotes se han originado en el sudeste asiático, donde abundan los mercados de aves vivas con escaso o nulo control sanitario.

¿Y qué hay del temible Ébola? Pertenece al grupo de las fiebres hemorrágicas y es precisamente su carácter devastador el que la convierte en una enfermedad de “bajo éxito”. Todo parásito debe mantener vivo a su hospedador el mayor tiempo posible para asegurar su propia supervivencia. Ciertos virus muy violentos, como el Ébola, matan al paciente demasiado aprisa como para asegurar su transmisión. A pesar de la corta duración de los brotes, el virus persiste en la naturaleza gracias a su pervivencia en otras especies animales que actúan como reservorios, ya que el Ébola infecta también a los simios.

Casi fuera de lugar en este repaso, aunque presente en todos los programas de vacunación para viajeros, el tétanos no es en realidad una enfermedad tropical ni propia de países lejanos. Las esporas de esta bacteria se encuentran en cualquier lugar, particularmente en el suelo. Si penetran en una herida y consiguen alcanzar una zona cerrada donde no entre el aire, mortal para la bacteria, la espora germina y el parásito se multiplica, liberando una toxina muy potente que afecta al sistema nervioso y es mortal.

No podemos terminar sin mencionar las enfermedades de transmisión sexual, que con frecuencia cazan a quien cree ir de caza. Los grandes clásicos, como sífilis, gonorrea o ladillas, han cedido su protagonismo al SIDA. La OMS estima que en torno a 40 millones de personas en el mundo están infectadas con el VIH, pero la distribución es desigual: menos de dos millones corresponden a Europa y Estados Unidos, mientras que la cifra en el África Subsahariana alcanza casi los 27 millones, con una prevalencia entre la población de casi el 40% en algunos países como Botswana y Swazilandia.

En resumen, el Centro de Control de Enfermedades de los Estados Unidos (CDC) enumera unas 50 categorías de enfermedades del viajero, lo que estima de forma bastante adecuada el potencial armamentístico del enemigo del viajero. Algunas de ellas, como la poliomielitis, ahora en proceso de erradicación mundial, o el sarampión, paperas y rubéola, son inofensivas para el occidental medio, que suele estar vacunado contra ellas. Otras, como la fiebre amarilla o el tifus, tienen una vacuna eficaz que debe recibir todo viajero a países de riesgo. La zona de incertidumbre queda entonces bien delimitada, al menos en lo que se refiere a iluminar las áreas de penumbra. La lección que tal vez aprendió Speke fue que el mayor enemigo de uno puede ser uno mismo, y que en la mayoría de los casos, la enfermedad se nutre de nuestra negligencia. Para Speke fue su navaja, no el escarabajo, la que puso su vida en peligro; la infección, siempre lo microscópico.

Para terminar con nuestro protagonista, ¿qué fue de Speke? Sin duda sería un alivio desvelar que murió de viejo, rodeado de un pelotón de nietos. Pero no fue así, aunque ni el escarabajo ni las infecciones tuvieron culpa alguna. El capitán fue víctima de un accidente de caza en su propia finca, en su Inglaterra natal. Algunos sostienen que el disparo que le mató fue accionado por su propio dedo. Casual o causalmente, al día siguiente Speke tenía una cita histórica con su archi-rival, Sir Richard Burton, con quien debía debatir ante la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia quién había sido el auténtico descubridor de las Fuentes del Nilo. Quizá Speke fuera presa de otro de los grandes males del viajero, del que ya ha aprendido a valorar el riesgo real del viaje: la hechura tirante, la sensación de pez fuera del agua, en resumen, que en ningún sitio como lejos de casa.