Buenos Aires, milonga de invierno
Javier Yanes
(Publicado en 'VIB Visa Iberia Magazine' nº2, verano de 2005) Algo tendrán las ciudades cuando la gente vive en ellas. Cuando uno brujulea por alguna de esas capitales hipertrofiadas, las de 8,10 o 12 millones de habitantes, se pregunta si los seres humanos se aglomeran a gusto, por el mero disfrute de vivir apilados entre el vecino de abajo y el de arriba, por el horror al vacío del monte, que allá vaya usted a saber dónde se compra un billete de metro, que de todas maneras iba a servir de poco porque al campo no llega. Si es placer o necesidad, quién lo sabe. Quizá dependa de la ciudad. En Buenos Aires parece más bien lo segundo, tal vez por aquella mitología del París del Cono Sur que atraía payadores desposeídos y descamisados de los de Evita como el perro atrae a las pulgas. Buenos Aires tiene ese aire de ciudad arrastrada como el lamento de un tango, la meca del perdedor, las calles desoladas donde olisqueaba la basura aquel perro cojo que cantaba Rafael Amor. Hay una gran plaza con una pirámide, donde unas señoras con pañuelos en la cabeza, que parecen siempre muy pequeñas, lloran por sus hijos que desaparecieron hace veinte años, enseñando retratos desgastados por el manoseo, la lluvia y el frío. O mejor dicho, los fríos, que no es uno sólo, sino hasta tres: el del invierno gélido de Buenos Aires, el de sus corazones apagados, y el del desamparo del Gobierno, de los gobiernos, uno y luego otro y luego otro -que hubo cuando contaban que le decían "Casa Rosada" porque casi todos los presidentes "no shegaban más que a rosarla"-. Como la tierra cae sobre la memoria de sus hijos, así el hielo se posa en sus cabezas, que el pañuelo no protege de la escarcha de los años. El de la foto, el hijo, Amaro se llamaba, luce una sonrisa clavada en aquel día de 1981, cuando salió con su madre a pasear por Corrientes y a comer unos panqueques al Café Tortoni, por donde antes anduvieron Borges y Alfonsina Storni. Estuvieron hablando de Fabio, y mirá el reboludo, que le botaron de un laburo que le daba mucha plata por haberse franeleado con una mina, ¡y luego el viejo de la mina era su jefe!, che, mirá vos qué quilombo... La sonrisa de Amaro se congeló en la Polaroid con aquella mancha de dulce de leche en el mentón, y la sonrisa que debió quedarse sobre la mesilla de noche salió todos los jueves a la Plaza de Mayo durante veinte años. Las madres de ayer hoy parecen abuelas, aunque muchas no lo son, porque sus hijos, los de las fotos, aún no tenían edad ni para ser padres. El suelo de la plaza está sembrado de pañuelos invisibles, porque después de veinte años, un día u otro por fin se tira la toalla, o el pañuelo. Un día, la lluvia que bajaba cada jueves por las mejillas de Amaro borró su sonrisa y la mancha de dulce de leche, y hasta su rostro. Para la madre, sólo quedaba cruzar el Riachuelo de vuelta a La Boca, andar el Caminito delante de esas casitas de chapa, las del tango, pintadas en colores alegres para desafiar penurias y corralitos, abrir el portal, cerrar el portal, y olvidar.